¿te acordás de
Anahí?
Con el objetivo maltrecho
y la cuestión a flor de piel, la cuestión que vaya a saber quién
cuál es, después de haber pasado otra tarde más (se me ocurre
escribir sempiterna, la tarde, pero como la mente se viste de frac,
la mía, juega al detective de películas, siempre escondida y bajo
un alias, es decir, me traiciona en su juego divertido de carburador
de ideas que no me pertenecen, decido prestarle poca atención y
reconocer que no tengo ni la más pálida noción de lo que esto
quiere decir; tal vez alguna vez lo supe, pero de tanto repetir
palabras sin saber qué decía, debo haberlo olvidado) leyendo, decía
que después de haber pasado otra tarde más leyendo y encontrando
sin tregua más de la mitad de las inquietudes que me inquietan,
elijo escribir.
Coincido con Macedonio en
casi la mitad de lo que entendí; la otra parte no se, porque no
parece haberme resultado inteligible. Sin embargo no podría
reproducir, ni parcial ni medianamente nada; todo pasa por mi memoria
como una hoja seca que navega en la cola del tiempo.
No me está gustando el
día. Ni las personas que pasean por todos los contornos de su luz
exhibicionista. Tienen dientes grandes y blancos como las paletas de
los caballos; el pelo peinado a la gomina o con fijador en spray.
Llevan portafolios o carteritas de mano similares, cargados siempre,
de papeles importantes, seguros de vida, los seres, no sus equipajes,
me hacen llorar. Tampoco estoy teniendo empatía con las gráciles
figuras de mallas negras de baile y zapatillas de clásico. Sólo
algunos barbudos de cigarro tras cigarro en la mesa de un bar o
femenina desprevenida consuelan de a instantes mi rechazo y me
devuelven un alivio anodino. Es que la adaptación a la ley
arbitraria es difícil de digerir cuando los pies se nos vuelven
livianos y el humo de la ciudad nos irrita el ánimo. Ha de ser eso.
Anahí Espósito quería
amar. No se le ocurría otra razón más concreta que aquella para
seguir adelante. Y cuanto más se lo proponía, mayor su fracaso. Por
eso una mañana se levantó decidida a mudarse de casa, para acabar
de una vez por todas con el maleficio que le habían echado encima.
Cualquier otro hubiera ido con una bruja o un tarotista, para que le
hiciera una limpieza como es debido; para que le echaran polvitos
mágicos o le dieran a rezar cinco mil plegarias a algún santo de
catedral de casco histórico, todo, cualquier cosa, para escapar de
la influencia del demonio o de Blanca Pasternuk, la posible
responsable o creadora ideológica de su desgracia. Podríamos decir
que Anahí Espósito era un de esas personalidades a las que les
encaja perfectamente el adjetivo de negadoras, pero para qué
vapulearla si jamás le hemos visto la cara y sobre todo porque de
ser así, lo negaría como si se tratase de la calumnia más
inconsistente que uno pudiera imaginar. Blanca Pasternuk estaba,
además, muerta. No era sino un pobre fantasma de quien el portero le
habia contado una vez que había vivido en su departamento, antes de
ser fantasma, claro, y que había acabado saltando por el ventanal
para romper su malestar contra las baldosas descoloridas de la planta
baja. Me pregunto yo si Blanca habrá tenido los ojos celestes o
verdes; las personas con ojos claros parecen tener más
predisposición a los estados aguados del alma. Y sin embargo Anahí
tenía los ojos oscuros como la misma noche.
Así fue entonces que sin
armar valijas, partió una tarde hacia la ruta para alejarse tan
rápido como pudiera de esta caldera de brebajes mal cocinados y
sueños sin porvenir. Se fue más sola de lo que ya estaba. Eso sí,
antes se ocupó muy bien de ubicar a su perrito enano y al canario en
una casa que adivinó propicia por ser sencilla y acogedora. Las
casas son el reflejo fiel de sus dueños. Así debía ser, aunque las
apariencias, las más de las veces engañen o tengan la habilidad de
confundir.
La caída del sol, en
cambio, es otra cosa. El aire empieza a humedecerse, las nubes se
cargan del gusto dulce del alcohol que después nos alivianará las
venas. Las penas se aliviarán después, no demasiado más tarde, con
la llegada de la primer estrella. Y la vida vuelve a ser ganas, las
ganas, mantos de voluptuosidad que esconden el llanto y presagian una
pausa en el maleficio. Las risas se oyen, como un anuncio, a lo
lejos, ya llegan los ojos comprensivos y las manos de la compasión
bien entendida (y no mal, como sello asesino del diccionario), lo que
no se entiende se diluye entre cortinas apenas descorridas, en algún
plato de tallarines o entre estribillo y comienzo de una nueva
canción. Es la hora del amor. Esa hora que Anahí Espósito espera
descubrir en el reino de lo cotidiano, en la perpetuidad de su
existencia y no en sus intersticios. Anahí es valiente. O negadora.
O sabe olvidar lo que nunca fue recuerdo. Desde su living abandonado,
mi casa ahora, en esta noche incipiente, puedo verla tomando un café
con leche con tres medialunas en una confitería de la ruta. Debe
estar haciendo una pausa. Más tarde, desde su cama, la veré
alejarse de espaldas, un vestido floreado, las piernas suaves, una
bolsa en la mano izquierda. Anahí Espósito desaparece, sigue en
búsqueda del amor.
Matar la lucidez de una
conciencia tirana y reprimida que no sabe andar sin los empujones de
anestesia que le ofrece lo ineludible.
Si Anahí Espósito
llegaba y si un conocido le decía casi por error (o descuido):
¿sabés lo que ese nombre significa?, ¿sabés, Anahí, que en tu
génesis hay un pasado de olvido y abandono?, ¿entendés que tu
nombre es un árbol incapaz de evadir el destino cuando se lo
confunde con el futuro?
Yo respondería, casi con
certeza, que no se deben cometer semejantes injusticias con los seres
que apenas acaban de apear su existencia a un mundo donde nadie les
preguntó si querían llegar. No se Anahí, en mi lugar.
Probablemente me miraría impávida o con cierto gesto de perplejidad
entre los ojos, justo algo más arriba de las cejas y esperando una
explicación a la pregunta que nunca se hizo.
Entonces me vería en un
brete y correría a buscar un espejo, como para no perder del todo la
certeza de saber quién soy ni de qué estoy hablando. Llevaría a
cabo un montón de piruetas disimuladas, ensayaría ademanes y
acciones varias, necesarias todas ellas para que la ausencia no se
llene de palabras sin sentido. Querría tanto saber resistir la
tentación de cualquier cama que me llame a los gritos, ofreciéndome
un consuelo momentáneo, un abanico de sueños que alivianarán el
mal trago de sabernos sin hilación discursiva lógica posible.
No, Anahí no me miraria.
Apenas de eso puedo estar segura. No lo haría, ni lo hará en
ningún tiempo verbal, porque eso sería matarla antes de ofrecerle
la posibilidad de ser un salvoconducto a todos los excesos que se
tejen en una cabeza ajena.
Nos habíamos quedado en
la ruta; en los pies apenas cubiertos de Anahí, en las venas que
atraviesan esos pies imaginados, pero no por eso menos ciertos. En la
firmeza de unos pasos que no sufren porque conocen la dirección a la
que se encaminan.
En un auto rojo familiar,
de modelo pasado de época y cargado de un padre conductor, una mujer
pensativa a su lado y dos criaturas en edad de empezar, detrás. Dos
chicos de sexos opuestos, según categórcia nominación de sus
padres, que no mucho después irán entendiendo, siempre de acuerdo a
las capacidades de pregunta que vayan desarrollando, que los opuestos
no necesariamente han de ubicarse en extremos tan distantes.
Reflexivo y observando el camino que pasa, él; llena de pecas y
jugueteando con la margarita que juntó en la última parada para
hacer pis, ella. Son hermanos. Y por uno de esos caprichos de la
vida, menos de una hora más tarde, se habrán detenido en la
banquina, para levantar a Anahí, que no será una mujer
conversadora, pero que tampoco tenía aspecto de peligrosa o asesina
serial y total un lugar nos sobra y es una buena acción llevarla,
vaya a donde vaya, una buena acción de esas que hay que hacer cada
tanto, diría la mujer, al intentar convencer a un marido que por
distracción, o por haber estado pensando en el partido de fútbol de
la selección que se jugaría esa misma tarde, no habría de oponer
mayor resistencia a la demanda de su esposa.
A pesar de que para Anahí
ese tramo se traduzca en un simple avance de su propósito, resulta
curioso remarcar cómo un breve fragmento de tiempo compartido con
una desconocida en un auto puede señar la vida de las personas. La
criatura él habrá de recordar una veintena de años después el
olor a humo de fogón que envolvía a aquel cuerpo de mujer; la
criatura ella, una intriga desbordada por saber qué había dentro de
la bolsa de plástico que Anahí apretaba con tanto apuro contra su
estómago.
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