viernes, 14 de diciembre de 2012

¿te acordás de Anahí?

Con el objetivo maltrecho y la cuestión a flor de piel, la cuestión que vaya a saber quién cuál es, después de haber pasado otra tarde más (se me ocurre escribir sempiterna, la tarde, pero como la mente se viste de frac, la mía, juega al detective de películas, siempre escondida y bajo un alias, es decir, me traiciona en su juego divertido de carburador de ideas que no me pertenecen, decido prestarle poca atención y reconocer que no tengo ni la más pálida noción de lo que esto quiere decir; tal vez alguna vez lo supe, pero de tanto repetir palabras sin saber qué decía, debo haberlo olvidado) leyendo, decía que después de haber pasado otra tarde más leyendo y encontrando sin tregua más de la mitad de las inquietudes que me inquietan, elijo escribir.
Coincido con Macedonio en casi la mitad de lo que entendí; la otra parte no se, porque no parece haberme resultado inteligible. Sin embargo no podría reproducir, ni parcial ni medianamente nada; todo pasa por mi memoria como una hoja seca que navega en la cola del tiempo.
No me está gustando el día. Ni las personas que pasean por todos los contornos de su luz exhibicionista. Tienen dientes grandes y blancos como las paletas de los caballos; el pelo peinado a la gomina o con fijador en spray. Llevan portafolios o carteritas de mano similares, cargados siempre, de papeles importantes, seguros de vida, los seres, no sus equipajes, me hacen llorar. Tampoco estoy teniendo empatía con las gráciles figuras de mallas negras de baile y zapatillas de clásico. Sólo algunos barbudos de cigarro tras cigarro en la mesa de un bar o femenina desprevenida consuelan de a instantes mi rechazo y me devuelven un alivio anodino. Es que la adaptación a la ley arbitraria es difícil de digerir cuando los pies se nos vuelven livianos y el humo de la ciudad nos irrita el ánimo. Ha de ser eso.
Anahí Espósito quería amar. No se le ocurría otra razón más concreta que aquella para seguir adelante. Y cuanto más se lo proponía, mayor su fracaso. Por eso una mañana se levantó decidida a mudarse de casa, para acabar de una vez por todas con el maleficio que le habían echado encima. Cualquier otro hubiera ido con una bruja o un tarotista, para que le hiciera una limpieza como es debido; para que le echaran polvitos mágicos o le dieran a rezar cinco mil plegarias a algún santo de catedral de casco histórico, todo, cualquier cosa, para escapar de la influencia del demonio o de Blanca Pasternuk, la posible responsable o creadora ideológica de su desgracia. Podríamos decir que Anahí Espósito era un de esas personalidades a las que les encaja perfectamente el adjetivo de negadoras, pero para qué vapulearla si jamás le hemos visto la cara y sobre todo porque de ser así, lo negaría como si se tratase de la calumnia más inconsistente que uno pudiera imaginar. Blanca Pasternuk estaba, además, muerta. No era sino un pobre fantasma de quien el portero le habia contado una vez que había vivido en su departamento, antes de ser fantasma, claro, y que había acabado saltando por el ventanal para romper su malestar contra las baldosas descoloridas de la planta baja. Me pregunto yo si Blanca habrá tenido los ojos celestes o verdes; las personas con ojos claros parecen tener más predisposición a los estados aguados del alma. Y sin embargo Anahí tenía los ojos oscuros como la misma noche.
Así fue entonces que sin armar valijas, partió una tarde hacia la ruta para alejarse tan rápido como pudiera de esta caldera de brebajes mal cocinados y sueños sin porvenir. Se fue más sola de lo que ya estaba. Eso sí, antes se ocupó muy bien de ubicar a su perrito enano y al canario en una casa que adivinó propicia por ser sencilla y acogedora. Las casas son el reflejo fiel de sus dueños. Así debía ser, aunque las apariencias, las más de las veces engañen o tengan la habilidad de confundir.
La caída del sol, en cambio, es otra cosa. El aire empieza a humedecerse, las nubes se cargan del gusto dulce del alcohol que después nos alivianará las venas. Las penas se aliviarán después, no demasiado más tarde, con la llegada de la primer estrella. Y la vida vuelve a ser ganas, las ganas, mantos de voluptuosidad que esconden el llanto y presagian una pausa en el maleficio. Las risas se oyen, como un anuncio, a lo lejos, ya llegan los ojos comprensivos y las manos de la compasión bien entendida (y no mal, como sello asesino del diccionario), lo que no se entiende se diluye entre cortinas apenas descorridas, en algún plato de tallarines o entre estribillo y comienzo de una nueva canción. Es la hora del amor. Esa hora que Anahí Espósito espera descubrir en el reino de lo cotidiano, en la perpetuidad de su existencia y no en sus intersticios. Anahí es valiente. O negadora. O sabe olvidar lo que nunca fue recuerdo. Desde su living abandonado, mi casa ahora, en esta noche incipiente, puedo verla tomando un café con leche con tres medialunas en una confitería de la ruta. Debe estar haciendo una pausa. Más tarde, desde su cama, la veré alejarse de espaldas, un vestido floreado, las piernas suaves, una bolsa en la mano izquierda. Anahí Espósito desaparece, sigue en búsqueda del amor.

Matar la lucidez de una conciencia tirana y reprimida que no sabe andar sin los empujones de anestesia que le ofrece lo ineludible.

Si Anahí Espósito llegaba y si un conocido le decía casi por error (o descuido): ¿sabés lo que ese nombre significa?, ¿sabés, Anahí, que en tu génesis hay un pasado de olvido y abandono?, ¿entendés que tu nombre es un árbol incapaz de evadir el destino cuando se lo confunde con el futuro?
Yo respondería, casi con certeza, que no se deben cometer semejantes injusticias con los seres que apenas acaban de apear su existencia a un mundo donde nadie les preguntó si querían llegar. No se Anahí, en mi lugar. Probablemente me miraría impávida o con cierto gesto de perplejidad entre los ojos, justo algo más arriba de las cejas y esperando una explicación a la pregunta que nunca se hizo.
Entonces me vería en un brete y correría a buscar un espejo, como para no perder del todo la certeza de saber quién soy ni de qué estoy hablando. Llevaría a cabo un montón de piruetas disimuladas, ensayaría ademanes y acciones varias, necesarias todas ellas para que la ausencia no se llene de palabras sin sentido. Querría tanto saber resistir la tentación de cualquier cama que me llame a los gritos, ofreciéndome un consuelo momentáneo, un abanico de sueños que alivianarán el mal trago de sabernos sin hilación discursiva lógica posible.
No, Anahí no me miraria. Apenas de eso puedo estar segura. No lo haría, ni lo hará en ningún tiempo verbal, porque eso sería matarla antes de ofrecerle la posibilidad de ser un salvoconducto a todos los excesos que se tejen en una cabeza ajena.
Nos habíamos quedado en la ruta; en los pies apenas cubiertos de Anahí, en las venas que atraviesan esos pies imaginados, pero no por eso menos ciertos. En la firmeza de unos pasos que no sufren porque conocen la dirección a la que se encaminan.
En un auto rojo familiar, de modelo pasado de época y cargado de un padre conductor, una mujer pensativa a su lado y dos criaturas en edad de empezar, detrás. Dos chicos de sexos opuestos, según categórcia nominación de sus padres, que no mucho después irán entendiendo, siempre de acuerdo a las capacidades de pregunta que vayan desarrollando, que los opuestos no necesariamente han de ubicarse en extremos tan distantes. Reflexivo y observando el camino que pasa, él; llena de pecas y jugueteando con la margarita que juntó en la última parada para hacer pis, ella. Son hermanos. Y por uno de esos caprichos de la vida, menos de una hora más tarde, se habrán detenido en la banquina, para levantar a Anahí, que no será una mujer conversadora, pero que tampoco tenía aspecto de peligrosa o asesina serial y total un lugar nos sobra y es una buena acción llevarla, vaya a donde vaya, una buena acción de esas que hay que hacer cada tanto, diría la mujer, al intentar convencer a un marido que por distracción, o por haber estado pensando en el partido de fútbol de la selección que se jugaría esa misma tarde, no habría de oponer mayor resistencia a la demanda de su esposa.
A pesar de que para Anahí ese tramo se traduzca en un simple avance de su propósito, resulta curioso remarcar cómo un breve fragmento de tiempo compartido con una desconocida en un auto puede señar la vida de las personas. La criatura él habrá de recordar una veintena de años después el olor a humo de fogón que envolvía a aquel cuerpo de mujer; la criatura ella, una intriga desbordada por saber qué había dentro de la bolsa de plástico que Anahí apretaba con tanto apuro contra su estómago.

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