¿los ángeles vuelan?
A esa mujer nunca la
quise, no me gustaba porque siempre quería jugar a los dioses. Se
llamaba Ascencia del Carril y usaba vestidos de color oscuro y telas
pesadas.
Llevaba
puesto un rodete, una bola de lana comida y gris que parecía salida
del canasto de alguna tatarabuela de quien sólo hemos conocido una
foto vieja en un marco ovalado.
Ella
insistia en su papel de señora severa que sonríe por cortesía, de
alma abnegada que se da a su labor. Mamá también le creía y eso
era, tal vez, lo que a mi me obligaba a ejercer mis dotes de chiquita
silenciosa y obediente, con una displicencia que todavía hoy, en el
recuerdo, me revolotea alrededor de los ojos como un pájaro
enloquecido.
Yo no
era de portarme tan mal; mis travesuras se limitaban a cortarle la
cola a alguna lagartija, para ver cómo se seguía moviendo a pesar
de la amputación, a juntar ranitas, de esas con sopapa entre las
patas, hasta tener un balde lleno y después soltarlas en la
habitación para ver qué hacían, a no querer tomar la leche porque
tiene nata -natural- a llorar cada vez que mamá se iba al hospital a
hacer la guardia de la noche. Esto último la irritaba más que
cualquier otra cosa, como si en mi tristeza puediera reflejarse algo
de la suya, que a diferencia de la mía, era una tristeza invisible,
que no conocía el aire ni la luz del día o la tranquilidad de la
noche.
-Una tristeza huérfana-, pensé alguna vez y fue como si me hubiera escuchado; todavía puedo verla, recortada en la oscuridad, buscando con desesperación el cinturón con el que hizo callar cada una de mis lágrimas.
-Una tristeza huérfana-, pensé alguna vez y fue como si me hubiera escuchado; todavía puedo verla, recortada en la oscuridad, buscando con desesperación el cinturón con el que hizo callar cada una de mis lágrimas.
Pero
eso fue sólo una vez; después las otras, se remitía a sentenciar
lo que era su castigo preferido, que consistía en ponerme de
rodillas en el patio y obligarme a sostener un frasco de esos de
conserva sobre la cabeza. El sol de la tarde pasaba lento, me
recorría con los tiempos de un gusano de seda y si no hubiese sido
por las tormentas rápidas de verano que venían a salvarme de la
penitencia, lo mas probable es que me hubiera secado como una fruta
caída del único árbol en un desierto. Ella me miraba desde la
galería, sentada en la mecedora, me estudiaba como quien contempla
una pintura en un museo. Fue así que entendí que para ella se
trataba de un juego; y lo confirmé, viendo las imágenes en un libro
de la biblia que me mostró Ema, al descubrir lo parecida que me veía
a esas estampas de vírgenes descalzas y ojos serenos, rodeadas de
ovejas y bebés regordetes y desnudos. Imaginé a Ascencia como a una
escultora del evangelio, una mujer que disfrutaba recreando esas
escenas en la vida real, con personas de carne y hueso. Y yo era, por
entonces, su modelo preferida.
A
Ascencia le gustaba comer sola y que nadie la observara. Lo hacía en
la sala principal, un ambiente de tránsito que sabía conservar el
fresco entre las fisuras de las paredes. Ascencia se sentaba frente a
una de las puntas de la mesa de estilo provenzal y con las manos
juntas rezaba una plegaria. Jamás se me ocurrió adivinar en qué
pensaría cuando pedía; lo hacía con el ceño fruncido y tremendo
fervor, bajo la mirada celeste de la virgen que la miraba desde una
repisa embutida entre dos columnas que daban al patio. Cada vez,
ordenaba a Ema que le prepara algo, se hacía servir y una vez puesta
la mesa con todos sus ingredientes, la mandaba a sentarse a la
cocina, a esperar su turno para hacer lo propio. Con Ema almorzabamos
en silencio, siempre a las dos de la tarde en punto. La noche no
contaba, porque no era bueno irse a la cama con el estómago lleno,
no por las pesadillas, como dijera una vez Ema, sino porque para
aprender a vivir era necesario conocer la falta.
Con esas mismas palabras fue que Ascencia corrigió a Ema por su ignorancia y por repetir las burradas que la chusma coreaba en el caserío del que ella venía. Ema no conocía la vergüenza, aceptaba todo lo que Ascencia le mandara con natural resignación.
Con esas mismas palabras fue que Ascencia corrigió a Ema por su ignorancia y por repetir las burradas que la chusma coreaba en el caserío del que ella venía. Ema no conocía la vergüenza, aceptaba todo lo que Ascencia le mandara con natural resignación.
Ema
no era mala conmigo, pero algo de ese deber que reinaba en la casa,
se le volvía un nudo en la garganta, de esos que no se arrancan
simplemente con el ejercicio de la risa y así era que casi sin
querer, se desquitaba conmigo.
Me
acuerdo de una sola vez en que Ascencia me pareció humana. Mamá se
había ido de viaje y no volvería hasta entrada la semana próxima,
así es que yo quedaba una vez más, bajo tutela exclusiva de estas
dos gárgolas, la mala y la buena. Fue una noche después de un
festejo en el pueblo para recibir la llegada de alguno de todos los
santos que de vez en cuando eran arrancados de sus domicilios
estables para pegarse una visita por ahí. Todos andaban encendidos,
como la pólvora de la guerra que se liberaba más allá, en ese
monte que quedaba tan lejos. Los soldados iban y venían en los
camiones sin techo, se reían, cantaban a destiempo canciones que
finalizaban en un tiro perdido de fusil. El alcohol había inundado
los ánimos y el calor no hacía más que aumentar la demanda de sed.
Ascencia
estaba parada, pude verla de espaldas, con el cuerpo ligeramente
apoyado contra el umbral de la puerta de calle: fumaba un cigarro y
las bocanadas de humo formaban una aureola alrededor de su cabeza que
le daba un aspecto místico.
-Igualito
a las historias que me cuenta Ema, pensé.
Uno
de los camiones se detuvo en la esquina, justo en cruz a nuestra casa
y un hombre de fajina verde, con una barba negra y enraizada, apretó
su fusil y descendió de un salto, para caminar hasta donde estaba
Ascencia. Intercambiaron unas pocas palabras, el hombre hacía
ademanes de pedir algo y Ascencia rió. Soltó el cuerpo en un
ondular que me pareció una melodía breve pero perfecta y rió. Por
primera vez en mis pocos años de conocerla la escuché reír.
Ascencia tiró el cigarro al suelo y lo pisó para apagarlo, después
volteó hacia el interior de la sala y se dirigió hacia el mueble en
donde guardábamos la vajilla. Abrió uno de los cajoncitos del
frente y de un manojo de llaves eligió la más chiquita. Sin reír
ya, pero con la sonrisa, como una mueca, todavía pegada en los
labios, abrió la puerta de la parte de abajo del mueble y sacó una
botella de ron y sirvió dos copas. El soldado esperaba en la calle y
de tanto en tanto miraba hacia el camión mientras con gesto
impaciente se frotaba las manos como quien tiene frío. Ascencia le
acercó una de las copas, brindaron, el hombre tomó de un tirón,
Ascencia dio un sorbo y le entregó la botella. El soldado agradeció
y volvió al camión, a compartir con la muchachada; Ascencia siguió
dando sorbos lentos y pausados, hasta que la voz de Ema me increpó,
por andar espiando sin permiso lo que no se debe. Me sentí en falta
y antes de que pudiera pedir por favor, Ascencia se acercó, dejó su
vaso sobre la mesa y me revolvió el pelo con la palma gigante de su
mano.
-Déjela,
Ema, siempre hay una noche en que está permitido no pedir perdón,
dijo, y siguió camino rumbo a su habitación, en donde se metió
como quien se mete en lo oscuro del monte, cerrando la puerta detrás
de sí.
No se
cómo fue que empecé a desaparecer, si fue de a poco o de un tirón.
Pero sí recuerdo la cara roja de Ema y la furia de Ascencia cuando
le fue con el cuento, a los gritos, de que a mi se me habían borrado
los pies y que andaba flotando por el cuarto de los piletones.
Estábamos lavando la fruta y un destello que provenía del otro lado
de la ventana, una luz blanca que se desprendía de la cola de un
pájaro, llamó mi atención. Me detuve, cautivada por el
acontecimiento y con las dos manos llenas de espuma hundidas en la
pileta, observé como esa bola luminosa empezaba a centellear, dando
saltos de una hoja del banano a la otra y sin dejar de arrastrar al
pájaro en un vuelo sin sentido.
Inmóvil,
así como estaba, no alcancé a notar que el agua de la canilla
seguía corriendo y que el piletón no tardó en llenarse de más; el
agua rebalsaba a caudales y las guayabas y los mangos se iban con la
corriente en una catarata frutal. Nada bueno en una casa en donde
debía reinar el orden.
-
¿Pero qué has hecho, muchachita?- gritó Ema con una voz de flauta-
¿no ve que la señora Ascencia no acepta el error?, a usted la va a
hacer desaparecer de esta casa, igualito que hace el diablo con los
niños que no obedecen.
-Desaparecer-
pensé para mis adentros- si desaparezco antes de que otro me haga
desaparecer, tal vez nunca más Ema me va a amenazar con estos
cuentos. ¿Y Ascencia?, ella tendría que aceptar que los milagros
a veces ayudan a quienes no se esmeran tanto en defender su condición
de realidad y se contentaría, como hago yo, con saber que hay cosas
que no se pueden explicar.
Quizás hasta me tendría miedo y ya no volvería a molestarme
Quizás hasta me tendría miedo y ya no volvería a molestarme
-Hay
que tener los pies bien puestos en la tierra, para poder caminar por
ella- me dijo
-Pero
los ángeles vuelan, repliqué
Oí
cómo los gritos de Ascencia se iban deshaciendo del otro lado de la
puerta de mi habitación.. Permanecí parada un momento, con la mano
izquierda en el picaporte, escuchando cómo esa voz grave se apagaba,
igual que la llama de una vela cuando se consume. Agrré mis lápices
de colores y mi cuaderno de pintar y me escondí abajo de la cama de
dos plazas en la que dormía con mamá. Pinté a oscuras, sin saber
qué color estaba usando y si me salía o no de los bordes del barco
que adivinaba en la tercera pagina del librito.
Ema tenía la maña de
relatarme historias de la religión, adaptadas a su antojo, para
asustarme cada vez que yo protestaba porque no quería quedarme sola
los primeros días en la escuela. Caminábamos por la calle de la
Revolución. Cada palabra que Ema pronunciaba durante el trayecto de
ese sendero polvoriento me obligaba a mirar hacia atrás, para
disipar la duda de que ese viejo de piel llena de costras y algunos
pelos aislados nos perseguía para llevarme con él al infierno.
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