viernes, 14 de diciembre de 2012

¿los ángeles vuelan?

A esa mujer nunca la quise, no me gustaba porque siempre quería jugar a los dioses. Se llamaba Ascencia del Carril y usaba vestidos de color oscuro y telas pesadas.
Llevaba puesto un rodete, una bola de lana comida y gris que parecía salida del canasto de alguna tatarabuela de quien sólo hemos conocido una foto vieja en un marco ovalado.
Ella insistia en su papel de señora severa que sonríe por cortesía, de alma abnegada que se da a su labor. Mamá también le creía y eso era, tal vez, lo que a mi me obligaba a ejercer mis dotes de chiquita silenciosa y obediente, con una displicencia que todavía hoy, en el recuerdo, me revolotea alrededor de los ojos como un pájaro enloquecido.
Yo no era de portarme tan mal; mis travesuras se limitaban a cortarle la cola a alguna lagartija, para ver cómo se seguía moviendo a pesar de la amputación, a juntar ranitas, de esas con sopapa entre las patas, hasta tener un balde lleno y después soltarlas en la habitación para ver qué hacían, a no querer tomar la leche porque tiene nata -natural- a llorar cada vez que mamá se iba al hospital a hacer la guardia de la noche. Esto último la irritaba más que cualquier otra cosa, como si en mi tristeza puediera reflejarse algo de la suya, que a diferencia de la mía, era una tristeza invisible, que no conocía el aire ni la luz del día o la tranquilidad de la noche. 
-Una tristeza huérfana-, pensé alguna vez y fue como si me hubiera escuchado; todavía puedo verla, recortada en la oscuridad, buscando con desesperación el cinturón con el que hizo callar cada una de mis lágrimas.
Pero eso fue sólo una vez; después las otras, se remitía a sentenciar lo que era su castigo preferido, que consistía en ponerme de rodillas en el patio y obligarme a sostener un frasco de esos de conserva sobre la cabeza. El sol de la tarde pasaba lento, me recorría con los tiempos de un gusano de seda y si no hubiese sido por las tormentas rápidas de verano que venían a salvarme de la penitencia, lo mas probable es que me hubiera secado como una fruta caída del único árbol en un desierto. Ella me miraba desde la galería, sentada en la mecedora, me estudiaba como quien contempla una pintura en un museo. Fue así que entendí que para ella se trataba de un juego; y lo confirmé, viendo las imágenes en un libro de la biblia que me mostró Ema, al descubrir lo parecida que me veía a esas estampas de vírgenes descalzas y ojos serenos, rodeadas de ovejas y bebés regordetes y desnudos. Imaginé a Ascencia como a una escultora del evangelio, una mujer que disfrutaba recreando esas escenas en la vida real, con personas de carne y hueso. Y yo era, por entonces, su modelo preferida.

A Ascencia le gustaba comer sola y que nadie la observara. Lo hacía en la sala principal, un ambiente de tránsito que sabía conservar el fresco entre las fisuras de las paredes. Ascencia se sentaba frente a una de las puntas de la mesa de estilo provenzal y con las manos juntas rezaba una plegaria. Jamás se me ocurrió adivinar en qué pensaría cuando pedía; lo hacía con el ceño fruncido y tremendo fervor, bajo la mirada celeste de la virgen que la miraba desde una repisa embutida entre dos columnas que daban al patio. Cada vez, ordenaba a Ema que le prepara algo, se hacía servir y una vez puesta la mesa con todos sus ingredientes, la mandaba a sentarse a la cocina, a esperar su turno para hacer lo propio. Con Ema almorzabamos en silencio, siempre a las dos de la tarde en punto. La noche no contaba, porque no era bueno irse a la cama con el estómago lleno, no por las pesadillas, como dijera una vez Ema, sino porque para aprender a vivir era necesario conocer la falta. 
Con esas mismas palabras fue que Ascencia corrigió a Ema por su ignorancia y por repetir las burradas que la chusma coreaba en el caserío del que ella venía. Ema no conocía la vergüenza, aceptaba todo lo que Ascencia le mandara con natural resignación.
Ema no era mala conmigo, pero algo de ese deber que reinaba en la casa, se le volvía un nudo en la garganta, de esos que no se arrancan simplemente con el ejercicio de la risa y así era que casi sin querer, se desquitaba conmigo.
Me acuerdo de una sola vez en que Ascencia me pareció humana. Mamá se había ido de viaje y no volvería hasta entrada la semana próxima, así es que yo quedaba una vez más, bajo tutela exclusiva de estas dos gárgolas, la mala y la buena. Fue una noche después de un festejo en el pueblo para recibir la llegada de alguno de todos los santos que de vez en cuando eran arrancados de sus domicilios estables para pegarse una visita por ahí. Todos andaban encendidos, como la pólvora de la guerra que se liberaba más allá, en ese monte que quedaba tan lejos. Los soldados iban y venían en los camiones sin techo, se reían, cantaban a destiempo canciones que finalizaban en un tiro perdido de fusil. El alcohol había inundado los ánimos y el calor no hacía más que aumentar la demanda de sed.
Ascencia estaba parada, pude verla de espaldas, con el cuerpo ligeramente apoyado contra el umbral de la puerta de calle: fumaba un cigarro y las bocanadas de humo formaban una aureola alrededor de su cabeza que le daba un aspecto místico.
-Igualito a las historias que me cuenta Ema, pensé.
Uno de los camiones se detuvo en la esquina, justo en cruz a nuestra casa y un hombre de fajina verde, con una barba negra y enraizada, apretó su fusil y descendió de un salto, para caminar hasta donde estaba Ascencia. Intercambiaron unas pocas palabras, el hombre hacía ademanes de pedir algo y Ascencia rió. Soltó el cuerpo en un ondular que me pareció una melodía breve pero perfecta y rió. Por primera vez en mis pocos años de conocerla la escuché reír. Ascencia tiró el cigarro al suelo y lo pisó para apagarlo, después volteó hacia el interior de la sala y se dirigió hacia el mueble en donde guardábamos la vajilla. Abrió uno de los cajoncitos del frente y de un manojo de llaves eligió la más chiquita. Sin reír ya, pero con la sonrisa, como una mueca, todavía pegada en los labios, abrió la puerta de la parte de abajo del mueble y sacó una botella de ron y sirvió dos copas. El soldado esperaba en la calle y de tanto en tanto miraba hacia el camión mientras con gesto impaciente se frotaba las manos como quien tiene frío. Ascencia le acercó una de las copas, brindaron, el hombre tomó de un tirón, Ascencia dio un sorbo y le entregó la botella. El soldado agradeció y volvió al camión, a compartir con la muchachada; Ascencia siguió dando sorbos lentos y pausados, hasta que la voz de Ema me increpó, por andar espiando sin permiso lo que no se debe. Me sentí en falta y antes de que pudiera pedir por favor, Ascencia se acercó, dejó su vaso sobre la mesa y me revolvió el pelo con la palma gigante de su mano.
-Déjela, Ema, siempre hay una noche en que está permitido no pedir perdón, dijo, y siguió camino rumbo a su habitación, en donde se metió como quien se mete en lo oscuro del monte, cerrando la puerta detrás de sí.

No se cómo fue que empecé a desaparecer, si fue de a poco o de un tirón. Pero sí recuerdo la cara roja de Ema y la furia de Ascencia cuando le fue con el cuento, a los gritos, de que a mi se me habían borrado los pies y que andaba flotando por el cuarto de los piletones. Estábamos lavando la fruta y un destello que provenía del otro lado de la ventana, una luz blanca que se desprendía de la cola de un pájaro, llamó mi atención. Me detuve, cautivada por el acontecimiento y con las dos manos llenas de espuma hundidas en la pileta, observé como esa bola luminosa empezaba a centellear, dando saltos de una hoja del banano a la otra y sin dejar de arrastrar al pájaro en un vuelo sin sentido.
Inmóvil, así como estaba, no alcancé a notar que el agua de la canilla seguía corriendo y que el piletón no tardó en llenarse de más; el agua rebalsaba a caudales y las guayabas y los mangos se iban con la corriente en una catarata frutal. Nada bueno en una casa en donde debía reinar el orden.
- ¿Pero qué has hecho, muchachita?- gritó Ema con una voz de flauta- ¿no ve que la señora Ascencia no acepta el error?, a usted la va a hacer desaparecer de esta casa, igualito que hace el diablo con los niños que no obedecen.
-Desaparecer- pensé para mis adentros- si desaparezco antes de que otro me haga desaparecer, tal vez nunca más Ema me va a amenazar con estos cuentos. ¿Y Ascencia?, ella tendría que aceptar que los milagros a veces ayudan a quienes no se esmeran tanto en defender su condición de realidad y se contentaría, como hago yo, con saber que hay cosas que no se pueden explicar. 

Quizás hasta me tendría miedo y ya no volvería a molestarme

-Hay que tener los pies bien puestos en la tierra, para poder caminar por ella- me dijo
-Pero los ángeles vuelan, repliqué

Oí cómo los gritos de Ascencia se iban deshaciendo del otro lado de la puerta de mi habitación.. Permanecí parada un momento, con la mano izquierda en el picaporte, escuchando cómo esa voz grave se apagaba, igual que la llama de una vela cuando se consume. Agrré mis lápices de colores y mi cuaderno de pintar y me escondí abajo de la cama de dos plazas en la que dormía con mamá. Pinté a oscuras, sin saber qué color estaba usando y si me salía o no de los bordes del barco que adivinaba en la tercera pagina del librito.

Ema tenía la maña de relatarme historias de la religión, adaptadas a su antojo, para asustarme cada vez que yo protestaba porque no quería quedarme sola los primeros días en la escuela. Caminábamos por la calle de la Revolución. Cada palabra que Ema pronunciaba durante el trayecto de ese sendero polvoriento me obligaba a mirar hacia atrás, para disipar la duda de que ese viejo de piel llena de costras y algunos pelos aislados nos perseguía para llevarme con él al infierno.

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