¿cómo
se escribe un cuento?
En
ese buscar todo para dar con un cuento, a veces le parecia que la
habían venido a buscar y que estaba encarando el proceso por la
punta inversa del rulo.
“Deben
ser impresiones nomás”, repetía.
Impresiones
que se parecen a la intuición cuando nos asalta de golpe, para
instalarse en cada milímetro de nuestro cuerpo. Y cuando no era esa
mujer de labios gruesos y arrugas junto a la boca la que se hacía
presente, eran los ojos de otra mujer más joven, de pelo corto y con
pensamientos o fantasías similares. De las dos había visto varias
fotos en blanco y negro, porque estas mujeres no eran de la época de
la película en colores. Y si eran, no eran esas las imágenes que se
publicitaban de sus existencias. Como las dos hubiera querido ser, si
no fuera porque de la primera no le gustaban sus supuestas
convicciones ideológicas y la segunda se había suicidado demasiado
joven; no es que fuera quién para condenar semejante decisión, pero
una vida tan breve le daba más susto que entusiasmo.
Leía
como loca; no tanto como leen los verdaderos lectores, sino,
justamente como hacen los descarriados: de manera compulsiva y con
los ojos abiertos como huevos fritos, la atención dirigida y de
tanto en tanto se valía de una lupa de tamaño medio, para ver mejor
lo que pudiera estar oculto entre los renglones. En cada página que
avanzaba del libro de turno, creía encontrar otra revelación.
Empezaba
un cuento y se le venía a la cabeza un personaje o una situación;
entonces dejaba de leer un momento, dejaba volar sus pensamientos y
se preparaba para evocar la idea lo mejor que pudiera.
Después
seguía con la lectura, como si nada la hubiera interrumpido. Pero
bastaba terminar y empezar lo siguiente para corroborar con
desesperación que ahí estaba ya, prolija y hermosamente escrito;
vivito y coleando.
“Tienen
que ser mensajes en código y yo no estoy pudiendo captarlos”,
pensaba en repetidas ocasiones con el ceño fruncido y la impotencia
que da el no entender; como cuando uno sale de viaje al extranjero y
por más que trate de poner una letra atrás de otra o busque
semejanzas, no logra descubrir una palabra en la lengua desconocida.
Y ni qué hablar de cuando es uno el que balbucea algunas palabras y
oraciones con sentido de un idioma e intenta enseñarle a otro sin
traducir, inocular el idioma por mera repetición. Muy pronto hasta
el maestro pierde la noción de lo que dice y se descubre sentado en
el sillón de estilo del living de un departamento antiguo, mirando a
su interlocutor cada vez más cerquita, nariz con nariz casi, hasta
meterse en los ojos del alumno que, asustado, intenta reproducir lo
más fiel que puede unos sonidos que acaban por parecerse al lenguaje
de los chicos cuando aprenden a hablar. En el mejor de los casos
maestro y alumno perciben que es suficiente, se ríen y dejan la
lección para otro día. En el peor, se despiden con un sentimiento
de puntos suspensivos que tarda unas cuantas horas o días en
desaparecer.
“Y
sin embargo debiera de haber una constante”.
No
se rendía. No quería bajar los brazos así como así, no hasta
lograr descifrar mínimamente algo.
En
los ojos planos de esa chiquita de pelo lacio que se había quedado
ciega, entreveía el significado de otro mensaje. No tenía ni idea
de cuál era su nombre. Sólo la veía, nítida: iba al volante de un
auto rojo de calesita, giraba y giraba; y además sabía de ella que
con el correr de los días se había ido quedando sin ganas y al
mismo ritmo había decidido perder la visión. ¿Para qué le
servirían esas ventanas del alma, si ya daba lo mismo la oscuridad
que la luz? La chica tenía el pelo como las hebras de una Cortadera,
sólo que en vez de ser secas y rígidas como las de las plantas que
están alrededor de las zanjas o en los rincones de las quintas,
estas eran húmedas como si hubieran pasado todo un invierno en el
agua podrida de la pileta.
“¿Será
que mi imaginación viene en ilustraciones, en vez de en palabras?,
se preguntaba con frecuencia.
Ciertamente
quería escribir. Pero no se le ocurría ninguna historia; el
problema eran las acciones. Y cuando se le ocurría algo, ya estaba
en la página siguiente de los sueños de alguna otra. Podía ser el
pájaro mágico, volando entre las plantas de bananos de un jardín
amarillo selva (hasta recordaba el gusto del mango dulce que comía
en el sueño de la última noche), o podía ser una mujer flaca, que
iba gestando una soga infinita y gruesa en su vientre, a la manera en
que hacen las mujeres con sus hijos, antes de parirlos en la vida
cotidiana. Al igual que a las escritoras que admiraba, le gustaban
las adivinas y creer en el destino, en lo inexplicable o en las
iguanas herederas del imperio maya que habitaban silenciosamente las
costas de las ruinas de Tulum.
Hombres
no había muchos, será que se trataba de una galaxia poco
heterogénea, en donde los sexos perdían sus bordes y jugaban a ser
lo uno y lo otro con capricho rebelde. Así un nene con remera a
rayas que se llamaba Mateo, como en los libros gordos de la infancia,
dejaba crecer una antena que lo único que tenia de particular era
que funcionaba como un radar capaz de atraer hacia ella los dolores
ajenos. La galería de personajes era vasta, no se podía negar,
pero no conducía a ninguna puerta de salida. No que hubiera que
salir de alguna parte, pero sí llegar a otra. El movimiento es
condición inefable de la vida y tanto detenerse antes de avanzar, no
hacía más que aumentar su frustración.
Empezó
pensando que la culpa de todo la tenía el triángulo que un
desconocido había dibujado con lápiz en la puerta del departamento
de la calle Piedras, donde se había mudado hacía solo dos años y
pocos meses.
La
tarde en que descubrió el garabato, lo borró con un poco de saliva
en el dedo índice, intentando no darle demasiada importancia al
asunto; estaba en una estación alegre de la vida y el destino le
parecía plausible de ser fabricado, como esas casas traídas de
europa que se asemejan a los castillos y en la que vivieron artistas
célebres de quiénes quedan obras relevantes para la humanidad.
“Casas
blancas o amarillas de estilo americano, con barda de madera y
escalerita de cinco escalones que balconea a un jardín de hortensias
y árboles altos entre los que seguro habría algunos pinos”
Le
gustaba visitar esas casas cuando viajaba a cualquier parte en donde
hubiera una porque a pesar de que el destino le parecía un invento
de los débiles, creía que algo de esas vidas transcurridas entre
las paredes, algo de esos recuerdos amurados al empapelado viejo de
flores y faisanes, se le podían pegar a uno al espíritu. Y ante la
duda, mejor pasar cerca que lejos.
Como
no podía, o más bien no debía, cortarse la cabeza, decidió que
iba a cortarse el pelo. Igual que se hace con las plantas cuando
están enfermas o ya no crecen con la debida dirección.
Finalmente
le llegó la carta.
Volvía
de hacer unas compras y abrió el buzón para ver si habían llegado
los impuestos. La noticia le cayó como un balde de agua helada.
Tanto tiempo desgranándose el cerebro para conseguir crear una
historia que fuera digna de ser narrada y ahora resultaba que todo el
esfuerzo había sido absolutamente inútil. Si al menos le hubieran
avisado antes, o le hubiesen dado alguna pista, quizás habría
puesto más empeño en desarrollar sus cualidades como personaje y
puesto su voluntad al servicio de la verdadera o del verdadero
escritor.
“Nos
hubiésemos ahorrado tantos dolores de cabeza”, se decía; “y
tanto contagiar la angustia a los que nos rodean, o tantas noches
intentando emular las tertulias de antaño, hablando sobre las
razones o la futilidad de la existencia; sobre la verdadera
naturaleza del amor o su despropósito; la utilidad del arte”
La
carta venía en un sobre blanco con borde espaciado de rectangulitos
rojos y azules. En vez de un avión, tenía impresa la silueta de un
pájaro celeste, sólo los bordes, sin relleno; parecía una paloma,
pero bien podía ser una golondrina o una gaviota.
“No,
gaviota no”, se corrigió. “Las gaviotas no tienen el pico tan
chiquito, sino grande, para levantar mejor a los peces cuando pasan
al ras del agua”
Había
dos estampillas, una con la cara de un negro enfundado en un turbante
amarillo con dibujos lilas, naranjas y morados; otra con un perro
siberiano que parecía haber posado en tres cuartos de perfil para el
fotógrafo.
Se
preguntó quién sacaría las fotos de las imágenes que uno después
veía en las estampillas postales, cerró la puertita del buzón
número diecisiete y se alejó por el pasillo, rumbo a su casa.
En
la carta le explicaban todo con riguroso detalle, la instaban a no
perder la calma y la citaban a comparecer ante el comité la semana
próxima.
“Claro,
le dicen a uno que no pierda la calma, como si descubrir de pronto la
verdadera razón para la que uno ha nacido fuera cosa fácil de
digerir”; pensó esto mientras cargaba las bolsas de las compras y
subía de dos en dos los escalones que la separaban del tercer piso
en que vivía.
Imaginó
que iba a tener que probarse un montón de trajes, que la iban a
poner a ensayar miles de veces lo mismo y que le iban a decir:
“trabajá con eso que te pasa”, que era lo que había escuchado
decir a una profesora de teatro, las veces en que había presenciado
los ensayos de una obra que finalmente nunca habían estrenado.
Se
le ocurrió que después de todo, a lo mejor ser personaje no era tan
diferente a ser persona que es actor o actriz y que la ruleta de la
vida era así, despiadada y que hacía las cosas a su antojo.
“No
como Dios, que no juega a los dados”; de la frase que alguna vez
leyó en una fotocopia blanco y negro con la cara de Albert Einstein,
le quedó la duda religiosa, la impresión de que se trataba del
fotograma de alguna historieta y la confusión acerca del modo
correcto de emplear la letra hache para referirse al azar de la
suerte y no de las flores.
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