Iba en el
taxi cuando me llamaron. El obstetra me dijo que al dia siguiente iba
a ser madre. Que no me preocupara, pero que iba a conocer a mi hijo.
No me
preocupé, ni eso pude hacer.
En
realidad no me dijeron que iba a ser madre y que vos ibas a ser
padre, me hicieron solo una pregunta: ¿cómo estás para conocer a
tu hijo mañana?
No pude
responder nada, ¿sabés?, ¿qué iba a decir?
Me quedé
mirando por la ventanilla del taxi cómo nos metíamos en Almagro. Me
parece que lloré, pero tampoco estoy segura. Tal vez solo fueron las
ganas.
En el
barrio de Balvanera, o Almagro, no conozco todas las
fronteras de los cien barrios porteños, terminaste de firmar los
papeles del crédito, o de la venta de tu casa, ya no me acuerdo, y
al rato estábamos sentados en el curso de preparto.
No
conozco ninguna frontera. Una frontera
es una línea
convencional que marca el confín de un Estado.
Las
fronteras pueden ser delimitadas de forma física, con accidentes
geográficos o con muros y vallados, aunque no siempre ocurre de esta
manera. Por eso se habla de convención: los diferentes Estados
acuerdan hasta donde llegan sus respectivos límites; al
pasar ese límite (la frontera), se ingresa en el territorio del país
vecino.
Creí
que no me gustaban las fronteras, ¿sabés?
Así
me enseñaron a crecer; en un mundo libre de todo. Libre de rayas,
libre de idiomas, libre de escuelas, de obligaciones, de silencios,
caricias, bombardeos, montes, amor, resignaciones, palmeras, girasoles,
creencias, redes, libre de sueños, liebres de marzo, libre de mi.
El
único estado del que no me pude liberar fue el de la culpa.
¿Cómo
ibamos a ponernos de acuerdo, entonces? Con mi territorio sin
límites, ni precisos, ni sugeridos, ni nada, y tu Estado de sitio
permanente?
Nos
invadieron, ¿sabés?
Mi
Estado era una tremenda porquería y el tuyo no se quedaba atrás.
Así
nos encontramos en el hospital, en el centro de la mujer.La
gente hablaba de mascotas, de lengüetazos, perros, cobayos, cordones
umbilicales, temperatura del agua y gatos; de bebés y mascotas.
Nos
quedamos veinte minutos, nos miramos y, en uno de esos gestos que
tanto se han desgastado entre nuestras costumbres, nos dijimos vamos.
¿Cómo
podés no acordarte?
De nada
¿Será
que la guerra nos ganó?
¿Que las
convenciones destrozaron ese mundo que planéabamos juntos?
Me niego
a semejante intromisión.
En
Argentina el estado de sitio se declara en caso de conmoción
interior o de ataque extranjero que pongan en peligro el ejercicio de
la Constitución. Me pregunto cuáles serán los límites de ese
barrio, ¿sabés?, el de Constitución.
Nos
hubiéramos constituido como dos personas diferentes, con sus calles,
sus estaciones de tren, sus hoteles de pasajeros, sus autopistas
terminando en abismo, su FOT irreverente,
sus árboles añejos, sus olores casi centroamericanos.
Ahora
me acuerdo. Uno de sus límites es la avenida Independencia. De haber
sabido trazar nuestras fronteras, ¿hubiéramos podido ahorrarnos el
conflicto?
Y
sin embargo, Constitución es ahora un barrio cortado, mutilado, con
zonas sin recuperar, abandonadas; un lugar sin demasiado futuro
inmobiliario promisorio.
Ahora
me dicen que hay que saber poner límites. Que hay que saber de
fronteras, ¿sabés?
Qué se
yo...
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