domingo, 15 de septiembre de 2013

Verdes


Las manos del hombre son ásperas. Llevan el sello del paso del tiempo. Y con la misma certeza con que aferran la palma de su esposa, curan las heridas del árbol más alto que crece en ese patio.
Cuando las primeras horas de la mañana desembarcan en los rincones de la casa, ellos dos ya esperan desde hace rato. No es que sea un chalet tan grande, ni tan dueño de recovecos intrincados. Es, de hecho, una casita más, apoyada en la mitad de la cuadra; de frente con salpicré casi banco y techo a dos aguas.

No se llaman por sus nombres de pila, tal vez porque con el correr de la convivencia se acostumbraron a hablarse sin palabras; quizá porque en el ritual cotidiano, cada quien tiene adjudicados sus actos.
Ella tuvo alguna vez un pelo hermoso, negro y salvaje. Hoy, la violencia de aquella cabellera descansa, contenida por unas horquillas invisibles que resaltan entre las hilachas grises. Él se cubre de los rayos con una boina, que hace las veces de alero a sus ojos arrugados.
Están solos. Antes por lo menos tenían gatos.
La mujer pule cada extremidad de las ramas. Enseguida el hombre se ocupa de desmalezar las plantas que sobran, las rastreras, las que están de más.
Antes de terminar, viene el barrido; esta es una actividad que comparten. Ella empuja los restos de polvo con un escobillón de madera, hurgando en cada arteria del árbol, hasta que la tierra queda compacta. Desde la cocina llega él, con la pala en una mano y una bolsa grande y de plástico rígido en la otra. Juntos, dan sepultura a toda la mugre que han logrado vencer ese día.
En otra época supo haber barbas de un verde apagado, intentando conquistar la primavera del jardín. Se tomaron el trabajo de sacar una por una, no había otra forma de desprender los parásitos capilares que acampaban entre las hojas. Las manos del hombre recordaron la hazaña dibujando cicatrices entre las líneas de su destino.
Esa y otras complicaciones son prolijamente anotadas por ella, en un cuadernito de papel amarillo que le quedó de los años en que era maestra en una escuela. A modo de bitácora, para no olvidar.
Mientras ella escribe, él espera. Y cuando el registro ha quedado correctamente asentado, él levanta la tetera y sirve un poco de descanso a su esposa. Para él no, porque siempre prefirió el café, que le va mejor a las ganas.
Desayunan hasta el mediodía, tan tranquilos, que parecen dos arbustos más aguantando la impertinencia del sol a esa hora. Si ellos lo toleran, igual lo harán sus plantas.
En el barrio es un secreto a voces.
Pero nadie se anima a arriesgar el motivo. No en voz alta.
Los más chicos susurran historias, inventan cuentos para espantarse entre ellos y a veces, si ya han agotado todos los recursos para acelerar la hora de la siesta, hasta se apuestan diferentes tesoros para animar al más miedoso a meterse en el jardín. La consigna puede variar, pero en la mayoría de los casos, consiste en robarle una flor a los viejos, como ellos los nombran.
A ella le hubiese parecido improbable, siglos atrás, que un chico temblara ante su persona. Todo lo contrario, irradiaba confianza y las sonrisas de sus alumnos significaban una buena razón para ser feliz.
Eso era antes y, como todo, con el tiempo las cosas cambian.
En el colegio la conocían como Cipe. trabajaba desde los quince años, cuando todavía no había terminado de cursar en el Normal. Por entonces la escuelita era una modesta construcción, en los alrededores lindantes a la marginalidad.
Ayudaba a los más grandes con sus tareas o cuidaba a los hijos de los empleados de la fábrica mientras ellos cumplían la condena diaria. Ahí fue que conoció a Emilio, una tarde roja en que llegó al portón de rejas, cargando a un chiquito en brazos y abrigando a otros cuatro de los embistes del mundo.
Emilio la vio desde lejos, y no tardó en enamorarse de esa imagen de madonna protectora. Preguntó a uno de sus compañeros quién era y se aseguró de saber cuándo volvería por la fábrica.
Dos veces más la vio llegar y la tercera decidió abordarla. Le propuso llevarla en su camioneta, supo que se llamaba Cipe y que ordinariamente no hubiese aceptado aquella invitación; pero llovía a cántaros y tenía que volver pronto porque llegaba una nena a su casa para aprender a leer.
Los paseos se hicieron frecuentes, aunque la lluvia hubiese mermado y ya no existieran excusas para decir . Fueron conversando, hasta que estuvieron seguros y un día en que el camino se acabó, alargaron el viaje. Emilio la llevó a las orillas del río y la invitó a ser la madre de sus hijos.
Se casaron en una capillita tan florida, que cualquier ojo con cualidades de anticipar el futuro hubiese visto, por lo menos, con resquemor justificado.
Pero la dicha incendia la vista de los que gustan vivir en el presente y después de las campanadas, se fueron todos a brindar por el flamante matrimonio.
Unos cuatro años pasaron y la felicidad se confundió con costumbre.
Cipe no lograba quedar embarazada. Como buena maestra tenía adoración por los chicos, y este aguijón la perturbó hasta vaciarla. No se había inclinado por ejercer la docencia en virtud de ese cariño, sino por un deber heredado y cierta pasividad, tal vez, a la hora de cuestionar lo inevitable.
Todas las mujeres en su familia venían del mismo recorrido. Y todas habían sido buenas madres.
Empezó prendiendo velas, para pedirle a la virgen que le otorgara la posibilidad de tener un hijo. Las coniguió altas y bajas, en recipientes de vidrio o perfumadas. Las fue prendiendo de a una, para seguir con dos, tres, cinco y convertir el comedor entero en una sola llama. Siguió comprando estampitas y ramas de diferentes cualidades, hierbas sanadoras, como le había recomendado una compañera con fama de alquimista; bruja era un modo muy despectivo de llamarla.
Casi nadie hablaba con Machaca, por rara, por callada y por una aparente hostilidad que le era completamente ajena. La cosa es que después de los yuyos, vinieron las plantas. Algunas servían para ahuyentar a las malas voluntades, otras para alentar a la fertilidad.
La casa se transformó así, en un santuario.
Cipe fue adoptando un talante débil y distraído. Su cuerpo mutó hasta volverse otra cosa. Hasta su sombra se veía pálida, reflejada como una presencia a punto de rendirse. Emilio estaba preocupado por la salud de su mujer y temblaba como una hoja con la sola idea de perderla. Las demás compañeras de Cipe intentaron alertar al marido, que confundió buenos consejos con intromisión desmedida.
Cuando la dicha pierde su brillo, el fuego se instala entre los párpados de los que la vivieron. Optó entonces por hacer oídos sordos y sumarse al duelo de su mujer; se fueron cerrando y la distancia les construyó una cerca que los volvió impenetrables.
A Emilio le molestaba que en la fábrica comentaran que su esposa se había vuelto loca, que andaba con un hilo de vida y que en cualquier momento iba a ser capaz de robarse a uno de los chicos. No lo había escuchado a ciencia cierta, pero tampoco hizo falta.
A Cipe le fueron sacando de a poco la tutela de sus alumnos, hasta que la apartaron por completo de su cargo de maestra. Adujeron que estaba demasiado descompensada, que una maestra debía ser vital y que tanto alboroto juvenil no favorecería su recuperación.
Cipe no dijo nada.
Nunca más; ya no volvió a hablar.
De nada sirvieron los intentos de Emilio por llevarla otra vez en su camioneta, a ver si los recuerdos alegres le avivaban el espíritu. Menos le valieron los gatitos blancos que le trajo a vivir con ellos.
Cipe sólo seguía con su fiebre botánica.
Las plantas estaban en todas partes, atrás de las cortinas, debajo de las ventanas, sobre las sillas, adentro del ropero, en el baño. Frecuentaba el río al principio, buscaba agua más pura para alimentarlas.
Las hidrataba con total devoción, se habían vuelto como las religiones para aquellos que luchan por salvar unos ánimos castigados.
Cipe elevaba un fervor invisible y al mismo ritmo la temperatura de su frente.
Emilio, de puro desesperado, o creyendo que se debía a causa del perfume que exhalaban aquellos abundantes tallos verdosos, se fue a ver a Machaca. No porque confiara en las proezas de la magia, sino para ver qué tenía para decirle.
Machaca lo recibió como si lo hubiese estado esperando.
Hay personas que escriben la historia, aún antes de que suceda y Machaca era una de ellas.
-La naturaleza es sabia-, le dijo, -sabe lo que hace. Las personas se deshacen si ya se han cansado de existir, o a veces antes. De esos restos se alimenta la tierra y nacen las plantas. En ellas habitan, a pesar de los otoños incontables, todos los que alguna vez fueron y en un futuro serán. Por eso hay que cuidarlas, para que después otros hagan lo mismo con uno. A la larga, son lo único que sobrevive-.
Emilio tenía más preguntas que respuestas, pero prefirió guardarlas para sí. Abrió su entendimiento a otras posibilidades y fue esto, quizá, lo que le permitió permanecer cerca de Cipe y no cruzarse de bando.
En las ciudades chicas, las preguntas sin respuesta son poco más que piedras que pone el diablo para confundir.
A veces las malas intenciones pueden explicarse desde una perspectiva condescendiente: no se desarrollan por casualidad, sino por deformación de convicciones, por desamparo o dolor sin cauce.
Al mismo tiempo que esta desgracia particular, se fue instalando en la zona la violencia del desempleo. Como si todas las epidemias tuvieran su origen en un punto y de ahí en más se diseminaran sin retorno, el malestar se extendió en la población.
Entre varios de los damnificados cayó Emilio. Le informaron, un buen día, que ya no necesitarían de su esfuerzo, le dieron un pilón de billetes y le desearon buena suerte en todo lo que emprendiera.
No protestó y aceptó el despido con cierta resignación.
Quizás si su voz se hubiera hecho eco en una voluntad colectiva y solidaria, las cosas habrían sido diferentes.
La ciudad aplacó su crecimiento y tomó el camino de la decadencia. Se fue volviendo opaca y llena de mal olor. El olor mezquino que larga la batalla de los pobres contra los pobres. Las calles se declararon desiertas y por todos lados podían oírse, como en un murmullo, los chimentos podridos que no encontraban objetivo claro.
Una tarde, Emilio decidió ir a comprar algunas cosas para comer; hacía un par de días que acompañaba a Cipe en el encierro y ya no quedaba nada. Revisó las alacenas y confeccionó una nota mental de necesidades varias. Con un pedazo de tela que encontró por ahí, repasó un poco los muebles, para despojarlos del polvo acumulado. Quiso enjuagar el trapo y lavarse las manos; abrió la llave y de la canilla no cayó ni un gota de agua. Lejos de parecerle extraño, supuso que sería una consecuencia más de tanta escasez. Faltaba trabajo, faltaba comida, desde hacía un tiempo, cortaban también la luz en horas de la siesta para ahorrar energía.
Energía que por otra parte no había en qué gastar.
Antes de salir, espió por las cortinas de la puerta de chapa que daba a la habitación; Cipe parecía dormitar, adivinó su sueño entre las ondulaciones de las sábanas. Se cuidó muy bien de no hacer ruido y enfiló hacia el almacén. Entró al negocio y lo envolvió la penumbra, tuvo que hacer un esfuerzo para acostumbrar sus ojos al cambio de luz. No había demasiada gente, sólo dos mujeres gordas que esperaban que el dueño las atendiera.
Tan poco frecuentado era el lugar, que el hombre a veces hasta se olvidaba de estar en él. Las mujeres no notaron la presencia de Emilio. Siguieron hablando, bajito y comentando con un horror impostado.
-Dos gallinas cluecas sin gallinero, pensó.
Se enteró así, que el hijo de uno de sus viejos compañeros de la fábrica había desaparecido; nadie sabía dónde estaba, pero presumiblemente no esperaban encontrarlo con vida.
Aparentemente, una de las hipótesis más fuertes era que se había ahogado. El chico solía andar por el río con sus amigos y también le gustaba nadar.
-Ahora, si podía nadar tan bien, difícil era que no hubiera logrado llegar a la orilla a salvo-, las oyó conjeturar.
No se sabía. Después de un silencio denso, Emilio escuchó lo que no le hubiese gustado anticipar:
- Alguien lo debe haber forzado, a hundir la cabeza abajo del agua.
¿Pero quién?
- Sólo un loco, soltó una de las mujeres. 
- O una loca, corrigió la otra.
El almacenero interrumpió las elucubraciones con un saludo desganado. Emilio pensó en esperar su turno, pero lo siniestro de todo lo que ahí se le ofrecía lo hizo desistir; nada de todo lo orgánico o inorgánico que se pudiera llevar de ese ámbito estaría a resguardo de la contaminación.
Llegó a su casa con las manos vacías y una inquietud que no podía ubicar. Corrió a la habitación, después de ver que en la cocina uno de los gatos blancos estaba sentado, como una esfinge embalsamada, junto al cuerpo inerte de una plantita. La maceta tenía la tierra escamada y evidentemente reclamaba con urgencia que alguien la salvara; Emilio volvió a entrar a la cocina, repasó la escena en un segundo, hasta dar con la canilla y los rastros mudos de Cipe.
Contuvo la respiración, para ver si por milagro la sospecha se borraba de su pensamiento. Entonces el horror se manifestó como un latigazo en su expresión. Salió a la carrera, sin cerrar ninguna puerta, derechito hacia las entrañas del río.
Anduvo recorriendo el vado, sin encontrar lo que buscaba. Como un sabueso viejo, siguió las huellas de unos pasos que subían a lo largo de la ribera. Ya había caído el sol y el destello de unas luces naranjas le llamaron la atención. Se acercó como pudo, con precaución, para pasar desapercibido. Toda una turba de humanos ávidos de venganza contenida bordeaba las orillas de aquel cauce sediento.
Las llamas flameaban gloriosas, festejando lo ineludible y hasta parecían ser una extensión de los brazos que las cargaban.
Emilio sintió que un estremecimiento lo recorría con tardanza, cuando una mano le estrujó el hombro. Giró toda su osamenta de una vez y por un segundo se equivocó al sentir alivio. Cipe lo miraba como ajena, desde algún paraje que la protegía y dónde nada de lo que pasaba a su alrededor parecía suceder.
La abrazó con fuerza y con certeza. Pero era tarde.
Cipe apretaba contra su vientre un zapato húmedo de niño, la pista trágica que nunca tendría que haber levantado. Emilio le arrancó el pedazo de cuero de un tirón y lo arrojó entre los matorrales.
Peor habría sido arrancarle el corazón y Cipe largó un alarido profundo que se propagó hasta el fin del cielo.
Después cayó de rodillas al suelo.
Así la vieron los hombres antorcha cuando la descubrieron: perdida y culpable.
Se acercaron en manada luminosa, uno de ellos al frente, esperando explicaciones a una pregunta jamás enunciada.
Emilio permaneció inmóvil, reculando, hasta que una de las manos encontró la prueba y levantó el zapato en señal de respuesta; fue el grito de guerra.
Después ya no se oyó nada.
Nadie sabe cuántos días tardaron en apagarse las ráfagas de fuego que envolvieron el chalet. Emilio y Cipe se perdieron en su interior, al igual que las cosas, los recuerdos y la historia. La ciudad practicó esa noche un exorcismo y prefirió deformar los acontecimientos antes que sucumbir bajo el peso de su proceder.
Dos meses pasaron, antes de que un baqueano desprevenido encontrara el cadáver inflado de un chico a un costado de las aguas.
A pesar de la descomposición, pudo saberse que no presentaba signos de haber sido violentado.
Muchos más años fueron necesarios para que el olvido convirtiera lo terrible en leyenda.
Así, la casa se puso en venta; no había, ni habría jamás algún heredero o familiar que fuera a reclamarla.
La ofrecían con un cartel de chapa colgado en el frente de salpicré que ya no era tan blanco. Pedían poco por lo que alguna vez había sido la querencia de tanta felicidad potencial.
Lo más insólito de aquella casita en ruinas cenicientas, era su frondoso vergel intacto.
Es sabido que el fuego lo consume todo; pero al parecer no fue lo mismo con este jardín, donde los verdes asoman desde el fondo, donde la vida se manifiesta como una jungla y donde los chicos del barrio se divierten desafiando al miedo y robando las flores que con tanto esfuerzo, cada mañana, cuidan los viejos.












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