Las manos del hombre son
ásperas. Llevan el sello del paso del tiempo. Y con la misma certeza
con que aferran la palma de su esposa, curan las heridas del árbol
más alto que crece en ese patio.
Cuando las primeras horas
de la mañana desembarcan en los rincones de la casa, ellos dos ya
esperan desde hace rato. No es que sea un chalet tan grande, ni tan
dueño de recovecos intrincados. Es, de hecho, una casita más,
apoyada en la mitad de la cuadra; de frente con salpicré casi banco
y techo a dos aguas.
No se llaman por sus
nombres de pila, tal vez porque con el correr de la convivencia se
acostumbraron a hablarse sin palabras; quizá porque en el ritual
cotidiano, cada quien tiene adjudicados sus actos.
Ella tuvo alguna vez un
pelo hermoso, negro y salvaje. Hoy, la violencia de aquella cabellera
descansa, contenida por unas horquillas invisibles que resaltan entre
las hilachas grises. Él se cubre de los rayos con una boina, que
hace las veces de alero a sus ojos arrugados.
Están solos. Antes por
lo menos tenían gatos.
La mujer pule cada
extremidad de las ramas. Enseguida el hombre se ocupa de desmalezar
las plantas que sobran, las rastreras, las que están de más.
Antes de terminar, viene
el barrido; esta es una actividad que comparten. Ella empuja los
restos de polvo con un escobillón de madera, hurgando en cada
arteria del árbol, hasta que la tierra queda compacta. Desde la
cocina llega él, con la pala en una mano y una bolsa grande y de
plástico rígido en la otra. Juntos, dan sepultura a toda la mugre
que han logrado vencer ese día.
En otra época supo haber
barbas de un verde apagado, intentando conquistar la primavera del
jardín. Se tomaron el trabajo de sacar una por una, no había otra
forma de desprender los parásitos capilares que acampaban entre las
hojas. Las manos del hombre recordaron la hazaña dibujando
cicatrices entre las líneas de su destino.
Esa y otras
complicaciones son prolijamente anotadas por ella, en un cuadernito
de papel amarillo que le quedó de los años en que era maestra en
una escuela. A modo de bitácora, para no olvidar.
Mientras ella escribe, él
espera. Y cuando el registro ha quedado correctamente asentado, él
levanta la tetera y sirve un poco de descanso a su esposa. Para él
no, porque siempre prefirió el café, que le va mejor a las ganas.
Desayunan hasta el
mediodía, tan tranquilos, que parecen dos arbustos más aguantando
la impertinencia del sol a esa hora. Si ellos lo toleran, igual lo
harán sus plantas.
En el barrio es un
secreto a voces.
Pero nadie se anima a
arriesgar el motivo. No en voz alta.
Los más chicos susurran
historias, inventan cuentos para espantarse entre ellos y a veces, si
ya han agotado todos los recursos para acelerar la hora de la siesta,
hasta se apuestan diferentes tesoros para animar al más miedoso a
meterse en el jardín. La consigna puede variar, pero en la mayoría
de los casos, consiste en robarle una flor a los viejos, como
ellos los nombran.
A ella le hubiese
parecido improbable, siglos atrás, que un chico temblara ante su
persona. Todo lo contrario, irradiaba confianza y las sonrisas de sus
alumnos significaban una buena razón para ser feliz.
Eso era antes y, como
todo, con el tiempo las cosas cambian.
En el colegio la conocían
como Cipe. trabajaba desde los quince años, cuando todavía no había
terminado de cursar en el Normal. Por entonces la escuelita era una
modesta construcción, en los alrededores lindantes a la
marginalidad.
Ayudaba a los más
grandes con sus tareas o cuidaba a los hijos de los empleados de la
fábrica mientras ellos cumplían la condena diaria. Ahí fue que
conoció a Emilio, una tarde roja en que llegó al portón de rejas,
cargando a un chiquito en brazos y abrigando a otros cuatro de los
embistes del mundo.
Emilio la vio desde
lejos, y no tardó en enamorarse de esa imagen de madonna protectora.
Preguntó a uno de sus compañeros quién era y se aseguró de saber
cuándo volvería por la fábrica.
Dos veces más la vio
llegar y la tercera decidió abordarla. Le propuso llevarla en su
camioneta, supo que se llamaba Cipe y que ordinariamente no hubiese
aceptado aquella invitación; pero llovía a cántaros y tenía que
volver pronto porque llegaba una nena a su casa para aprender a leer.
Los paseos se hicieron
frecuentes, aunque la lluvia hubiese mermado y ya no existieran
excusas para decir sí. Fueron conversando, hasta que
estuvieron seguros y un día en que el camino se acabó, alargaron el
viaje. Emilio la llevó a las orillas del río y la invitó a ser la
madre de sus hijos.
Se casaron en una
capillita tan florida, que cualquier ojo con cualidades de anticipar
el futuro hubiese visto, por lo menos, con resquemor justificado.
Pero la dicha incendia la
vista de los que gustan vivir en el presente y después de las
campanadas, se fueron todos a brindar por el flamante matrimonio.
Unos cuatro años pasaron
y la felicidad se confundió con costumbre.
Cipe no lograba quedar
embarazada. Como buena maestra tenía adoración por los chicos, y
este aguijón la perturbó hasta vaciarla. No se había inclinado por
ejercer la docencia en virtud de ese cariño, sino por un deber
heredado y cierta pasividad, tal vez, a la hora de cuestionar lo
inevitable.
Todas las mujeres en su
familia venían del mismo recorrido. Y todas habían sido buenas
madres.
Empezó prendiendo velas,
para pedirle a la virgen que le otorgara la posibilidad de tener un
hijo. Las coniguió altas y bajas, en recipientes de vidrio o
perfumadas. Las fue prendiendo de a una, para seguir con dos, tres,
cinco y convertir el comedor entero en una sola llama. Siguió
comprando estampitas y ramas de diferentes cualidades, hierbas
sanadoras, como le había recomendado una compañera con fama de
alquimista; bruja era un modo muy despectivo de llamarla.
Casi nadie hablaba con
Machaca, por rara, por callada y por una aparente hostilidad que le
era completamente ajena. La cosa es que después de los yuyos,
vinieron las plantas. Algunas servían para ahuyentar a las malas
voluntades, otras para alentar a la fertilidad.
La casa se transformó
así, en un santuario.
Cipe fue adoptando un
talante débil y distraído. Su cuerpo mutó hasta volverse otra
cosa. Hasta su sombra se veía pálida, reflejada como una presencia
a punto de rendirse. Emilio estaba preocupado por la salud de su
mujer y temblaba como una hoja con la sola idea de perderla. Las
demás compañeras de Cipe intentaron alertar al marido, que
confundió buenos consejos con intromisión desmedida.
Cuando la dicha pierde su
brillo, el fuego se instala entre los párpados de los que la
vivieron. Optó entonces por hacer oídos sordos y sumarse al duelo
de su mujer; se fueron cerrando y la distancia les construyó una
cerca que los volvió impenetrables.
A Emilio le molestaba que
en la fábrica comentaran que su esposa se había vuelto loca, que
andaba con un hilo de vida y que en cualquier momento iba a ser capaz
de robarse a uno de los chicos. No lo había escuchado a ciencia
cierta, pero tampoco hizo falta.
A Cipe le fueron sacando
de a poco la tutela de sus alumnos, hasta que la apartaron por
completo de su cargo de maestra. Adujeron que estaba demasiado
descompensada, que una maestra debía ser vital y que tanto alboroto
juvenil no favorecería su recuperación.
Cipe no dijo nada.
Nunca más; ya no volvió
a hablar.
De nada sirvieron los
intentos de Emilio por llevarla otra vez en su camioneta, a ver si
los recuerdos alegres le avivaban el espíritu. Menos le valieron los
gatitos blancos que le trajo a vivir con ellos.
Cipe sólo seguía con su
fiebre botánica.
Las plantas estaban en
todas partes, atrás de las cortinas, debajo de las ventanas, sobre
las sillas, adentro del ropero, en el baño. Frecuentaba el río al
principio, buscaba agua más pura para alimentarlas.
Las hidrataba con total
devoción, se habían vuelto como las religiones para aquellos que
luchan por salvar unos ánimos castigados.
Cipe elevaba un fervor
invisible y al mismo ritmo la temperatura de su frente.
Emilio, de puro
desesperado, o creyendo que se debía a causa del perfume que
exhalaban aquellos abundantes tallos verdosos, se fue a ver a
Machaca. No porque confiara en las proezas de la magia, sino para ver
qué tenía para decirle.
Machaca lo recibió como
si lo hubiese estado esperando.
Hay personas que escriben
la historia, aún antes de que suceda y Machaca era una de ellas.
-La naturaleza es sabia-,
le dijo, -sabe lo que hace. Las personas se deshacen si ya se han
cansado de existir, o a veces antes. De esos restos se alimenta la
tierra y nacen las plantas. En ellas habitan, a pesar de los otoños
incontables, todos los que alguna vez fueron y en un futuro serán.
Por eso hay que cuidarlas, para que después otros hagan lo mismo con
uno. A la larga, son lo único que sobrevive-.
Emilio tenía más
preguntas que respuestas, pero prefirió guardarlas para sí. Abrió
su entendimiento a otras posibilidades y fue esto, quizá, lo que le
permitió permanecer cerca de Cipe y no cruzarse de bando.
En las ciudades chicas,
las preguntas sin respuesta son poco más que piedras que pone el
diablo para confundir.
A veces las malas
intenciones pueden explicarse desde una perspectiva condescendiente:
no se desarrollan por casualidad, sino por deformación de
convicciones, por desamparo o dolor sin cauce.
Al mismo tiempo que esta
desgracia particular, se fue instalando en la zona la violencia del
desempleo. Como si todas las epidemias tuvieran su origen en un punto
y de ahí en más se diseminaran sin retorno, el malestar se extendió
en la población.
Entre varios de los
damnificados cayó Emilio. Le informaron, un buen día, que ya no
necesitarían de su esfuerzo, le dieron un pilón de billetes y le
desearon buena suerte en todo lo que emprendiera.
No protestó y aceptó el
despido con cierta resignación.
Quizás si su voz se
hubiera hecho eco en una voluntad colectiva y solidaria, las cosas
habrían sido diferentes.
La ciudad aplacó su
crecimiento y tomó el camino de la decadencia. Se fue volviendo
opaca y llena de mal olor. El olor mezquino que larga la batalla de
los pobres contra los pobres. Las calles se declararon desiertas y
por todos lados podían oírse, como en un murmullo, los chimentos
podridos que no encontraban objetivo claro.
Una tarde, Emilio decidió
ir a comprar algunas cosas para comer; hacía un par de días que
acompañaba a Cipe en el encierro y ya no quedaba nada. Revisó las
alacenas y confeccionó una nota mental de necesidades varias. Con un
pedazo de tela que encontró por ahí, repasó un poco los muebles,
para despojarlos del polvo acumulado. Quiso enjuagar el trapo y
lavarse las manos; abrió la llave y de la canilla no cayó ni un
gota de agua. Lejos de parecerle extraño, supuso que sería una
consecuencia más de tanta escasez. Faltaba trabajo, faltaba comida,
desde hacía un tiempo, cortaban también la luz en horas de la
siesta para ahorrar energía.
Energía que por otra
parte no había en qué gastar.
Antes de salir, espió
por las cortinas de la puerta de chapa que daba a la habitación;
Cipe parecía dormitar, adivinó su sueño entre las ondulaciones de
las sábanas. Se cuidó muy bien de no hacer ruido y enfiló hacia el
almacén. Entró al negocio y lo envolvió la penumbra, tuvo que
hacer un esfuerzo para acostumbrar sus ojos al cambio de luz. No
había demasiada gente, sólo dos mujeres gordas que esperaban que el
dueño las atendiera.
Tan poco frecuentado era
el lugar, que el hombre a veces hasta se olvidaba de estar en él.
Las mujeres no notaron la presencia de Emilio. Siguieron hablando,
bajito y comentando con un horror impostado.
-Dos gallinas cluecas sin
gallinero, pensó.
Se enteró así, que el
hijo de uno de sus viejos compañeros de la fábrica había
desaparecido; nadie sabía dónde estaba, pero presumiblemente no
esperaban encontrarlo con vida.
Aparentemente, una de las
hipótesis más fuertes era que se había ahogado. El chico solía
andar por el río con sus amigos y también le gustaba nadar.
-Ahora, si podía nadar
tan bien, difícil era que no hubiera logrado llegar a la orilla a
salvo-, las oyó conjeturar.
No se sabía. Después de
un silencio denso, Emilio escuchó lo que no le hubiese gustado
anticipar:
- Alguien lo debe haber
forzado, a hundir la cabeza abajo del agua.
¿Pero quién?
- Sólo un loco, soltó
una de las mujeres.
- O una loca, corrigió
la otra.
El almacenero
interrumpió las elucubraciones con un saludo desganado. Emilio
pensó en esperar su turno, pero lo siniestro de todo lo que ahí se
le ofrecía lo hizo desistir; nada de todo lo orgánico o inorgánico
que se pudiera llevar de ese ámbito estaría a resguardo de la
contaminación.
Llegó a su casa con las
manos vacías y una inquietud que no podía ubicar. Corrió a la
habitación, después de ver que en la cocina uno de los gatos
blancos estaba sentado, como una esfinge embalsamada, junto al cuerpo
inerte de una plantita. La maceta tenía la tierra escamada y
evidentemente reclamaba con urgencia que alguien la salvara; Emilio
volvió a entrar a la cocina, repasó la escena en un segundo, hasta
dar con la canilla y los rastros mudos de Cipe.
Contuvo la respiración,
para ver si por milagro la sospecha se borraba de su pensamiento.
Entonces el horror se manifestó como un latigazo en su expresión.
Salió a la carrera, sin cerrar ninguna puerta, derechito hacia las
entrañas del río.
Anduvo recorriendo el
vado, sin encontrar lo que buscaba. Como un sabueso viejo, siguió
las huellas de unos pasos que subían a lo largo de la ribera. Ya
había caído el sol y el destello de unas luces naranjas le llamaron
la atención. Se acercó como pudo, con precaución, para pasar
desapercibido. Toda una turba de humanos ávidos de venganza
contenida bordeaba las orillas de aquel cauce sediento.
Las llamas flameaban
gloriosas, festejando lo ineludible y hasta parecían ser una
extensión de los brazos que las cargaban.
Emilio sintió que un
estremecimiento lo recorría con tardanza, cuando una mano le estrujó
el hombro. Giró toda su osamenta de una vez y por un segundo se
equivocó al sentir alivio. Cipe lo miraba como ajena, desde algún
paraje que la protegía y dónde nada de lo que pasaba a su alrededor
parecía suceder.
La abrazó con fuerza y
con certeza. Pero era tarde.
Cipe apretaba contra su
vientre un zapato húmedo de niño, la pista trágica que nunca
tendría que haber levantado. Emilio le arrancó el pedazo de cuero
de un tirón y lo arrojó entre los matorrales.
Peor habría sido
arrancarle el corazón y Cipe largó un alarido profundo que se
propagó hasta el fin del cielo.
Después cayó de
rodillas al suelo.
Así la vieron los
hombres antorcha cuando la descubrieron: perdida y culpable.
Se acercaron en manada
luminosa, uno de ellos al frente, esperando explicaciones a una
pregunta jamás enunciada.
Emilio permaneció
inmóvil, reculando, hasta que una de las manos encontró la prueba y
levantó el zapato en señal de respuesta; fue el grito de guerra.
Después ya no se oyó
nada.
Nadie sabe cuántos días
tardaron en apagarse las ráfagas de fuego que envolvieron el chalet.
Emilio y Cipe se perdieron en su interior, al igual que las cosas,
los recuerdos y la historia. La ciudad practicó esa noche un
exorcismo y prefirió deformar los acontecimientos antes que sucumbir
bajo el peso de su proceder.
Dos meses pasaron, antes
de que un baqueano desprevenido encontrara el cadáver inflado de un
chico a un costado de las aguas.
A pesar de la
descomposición, pudo saberse que no presentaba signos de haber sido
violentado.
Muchos más años fueron
necesarios para que el olvido convirtiera lo terrible en leyenda.
Así, la casa se puso en
venta; no había, ni habría jamás algún heredero o familiar que
fuera a reclamarla.
La ofrecían con un
cartel de chapa colgado en el frente de salpicré que ya no era tan
blanco. Pedían poco por lo que alguna vez había sido la querencia
de tanta felicidad potencial.
Lo más insólito de
aquella casita en ruinas cenicientas, era su frondoso vergel intacto.
Es sabido que el fuego lo
consume todo; pero al parecer no fue lo mismo con este jardín, donde
los verdes asoman desde el fondo, donde la vida se manifiesta como
una jungla y donde los chicos del barrio se divierten desafiando al
miedo y robando las flores que con tanto esfuerzo, cada mañana,
cuidan los viejos.
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