Un tatuaje. Una mujer. Un cadáver
atraviesa la cama, justo en correcto diagrama perpendicular. La
cabeza cuelga, boca a bajo; el pelo lacio castaño cubre cualquier
identidad.
Yo soy sólo un vecino. Vivo en el
departamento D.
Me asomo esta tarde para descubrir por
qué tantos policías ocupan el dos ambientes del departamento B.
El ascensor empieza a sonar, es lo que
pasa cuando la puerta queda abierta, por olvido o negligencia, esta
vez es por las dos cosas.
Tengo treinta y cuatro años. Mucho
tiempo perdido y una gran pasión: dibujar los cuerpos femeninos,
llenarlos de huellas imborrables, de tinta indeleble que penetra los
poros como el amor hace con las almas sedientas.
Soy tatuador.
Hay un oficial tieso, tal vez sea
detective o el encargado superior inmediato del caso.
No se de nomenclaturas policiales, a
mi sólo me gusta ver películas de noche tarde, cuando todos duermen
y yo no. Cuando no estoy haciendo tatuajes, cuando no tengo nada más
para hacer.
Pero lleva un sobretodo. Viejo y
raído, el hombre. Me mira desde la puerta entreabierta, está parado
ahí, las manos en los bolsillos, los ojos bajo un sombrero. Me mira
fijo y entonces yo me excuso sin decir una sola palabra y me apuro a
cerrar la puerta del ascensor.
Me alejo de espaldas, pero se que
continúa observando mis pasos. Doy dos vueltas a la cerradura y
entro a mi casa. Cierro despacio y paso la traba. Respiro.
Abro la mirilla y asomo mi ojo
derecho. La luz del palier está apagada y el cuadro al fondo aparece
como una escena de sábado de trasnoche: siluetas y sombras,
caballeros ocupados en la búsqueda de cualquier detalle
insignificante.
No tengo ganas de ver películas.
Se que algo muy malo pasó.
Se que ya no podré espiar a Valeria
cuando, cada mañana salga de su casa para ir a trabajar. Portafolios
en mano, tailleur prolijo pero desenfadado. Y una última mirada,
antes de subir al ascensor, para cerciorarse de que yo, el vecino
raro, no estoy ahí parado, atrás de la puerta, disfrutando cada uno
de sus movimientos.Nada prohibido, por cierto.
Esta tarde me siento en el sillón. En
el rincón más oscuro del departamento, con las luces apagadas y la
televisión también. Hoy no tengo trabajo, así que qué más da.
- A Valeria la mataron, ¿sabía, no?-
me dice la voz chillona de la portera a la mañana siguiente.
Asiento
con la cabeza, mientras abro el buzón. Encuentro sólo el diario. Y
no es para mí.
Yo
no leo las noticias. No necesito hacerlo.
Le
entrego el ejemplar a la portera que sigue viéndome, espera que le
diga algo más. La mujer lo recibe, lo dobla y deja a la vista la
noticia que sale en el rincón izquierdo, chiquita: Asesinan
a una joven en el barrio de Paternal.
- Debe ser para el sexto A- dice y
agarra la escoba.
Alzo las cejas. No tengo idea. La
portera empieza a barrer.
- Le cortaron un pedazo del cuello, un
pedazo de piel. Como a un chancho, pero no la degollaron; sólo eso.
Le arrancaron un tatuaje que, parece, sabía tener ahí.
La
gente habla mucho, dice sin pensar.
La
portera pronuncia la palabra tatuaje
como si fuera un conjuro mágico, como una bruja que es. Le doy los
buenos días y salgo a la calle. Me voy dándole la espalda, pero se
que sigue ahí, con su escoba en mano, sospechando quién sabe qué.
La calle se ve muy blanca. Toda
envuelta en una bruma del Londres lejano.
En Buenos Aires también hay humedad.
Las personas van y vienen, tienen ojos
que no usan, piernas que sólo saben andar hacia ninguna parte. Y yo
camino entre la multitud de ausencias.
Tengo treinta y cuatro años y un
trabajo que terminar.
Llego hasta la galería y voy derecho
al local. La chica que atiende deja un catálogo de tatuajes en el
mostrador y me saluda sin decir nada. Su cara se pierde entre los
neones rojos que iluminan todo lo demás. Podría ser la tapa de un
disco, pero está viva y me alcanza los frascos de tinta que le pido,
otra vez sin decir nada. La saludo y me voy.
Subo
por la escalera que da a Rodríguez Peña para acortar camino. Pienso
en Valeria, que ya no está. Apoyo el pie en el último peldaño y
sabía, sabía que el hombre de
sobretodo iba a estar ahí.
Parado junto a la vidriera del local
de rezagos militares. La misma sombra recortada a contraluz. Atrás,
un traje de guerra le enmarca el cuerpo. Un traje de, quién sabe qué
guerra perdida, y que ahora se vende al mejor postor. No le tengo
miedo, pero su presencia me molesta.
Sigo
camino como si no lo hubiera visto y salgo a Rodríguez Peña rumbo a
Corrientes. A encontrar a mi clienta a la esquina de Montevideo, al
café La Paz.
Dicen mis amigos, los pocos que tengo, que mis clientas son víctimas.
Yo
tatúo sólo a mujeres. El cuerpo de los hombres se me hace un lienzo
imposible de descifrar.
Los
minutos pasan, una hora más. Y mi clienta no llega.
Tomo
otra cerveza, no me gusta el café.
Estoy
sentado en una mesa redonda, la única, de este salón fumador.
Cuántas personas se habrán sentado acá, pienso. Cuánta espera en
estas sillas. Y mientras el mozo viene hacia mi mesa con la botella
marrón en la bandeja, observo que el rostro del detective se asoma,
de a poco, como una aparición, detrás del vidrio que nos separa del
mundo de los sanos. Antes de inquietarme pienso como al pasar, ¿por
qué este hombre se sienta en el salón de los que eligen matarse de
otro modo?.
A
mi me gusta fumar.
Pago
mi cerveza, no la tomo y salgo por la puerta de Corrientes.
Voy
apurado, pero no llego a correr. Camino a paso de viento, en el aire.
El detective viene sobre mí. Sigo de largo por las imágenes
gigantes de mujeres emplumadas y hombres de chiste fácil. Todos los
teatros están cerrados a esta hora, así es que me meto de sopetón
en el Premier. Voy hasta el primer piso y me asomo desde el balcón.
No lo encuentro. No tengo buen estado físico. Recupero el aliento y
empiezo a bajar por la otra escalera, de nuevo a la planta baja. Dan
una película que ya no está más en cartel. Como siempre en el
Premier. Podría meterme en la sala, pero ya dije que no tengo ganas
de ver películas; y además, siempre se es presa fácil en la
oscuridad.
Entro al baño y me paro frente al
espejo. Me miro y me lavo la cara. El agua está fría. Mejor, así
puedo pensar.
Sigo viéndome, apoyo las manos en la
bacha y me inclino hacia adelante. Como si en la cercanía me fuera a
ver mejor.
Tengo treinta y cuatro años y unas
arrugas alrededor de los ojos. Se notan apenas, pero están. Todo el
mundo me da menos edad de la que tengo. Será por los tatuajes que me
esconden los años. Arrugas que son patas de dragón. Nunca tatué a
un hombre que no sea yo.
Vuelvo
a juntar las dos manos. El agua de la canilla sigue corriendo,
despareja, salpica el piso y mi pantalón. Me tapo la cara y me
quedo. Escucho el ruido de las cañerías viejas. Bajo de a poco las
manos y sabía, sabía que la sombra iba
a estar ahí.
De
pie, con un pedazo de piel en el puño y una sonrisa extraña que
jamás podré explicar.
Nunca,
porque cuando me encuentren, en este baño de la Avenida más
transitada del mundo, los titulares del diario habrán brindado nueva
información sobre el hecho: El caso de
la joven asesinada en Paternal habría sido resuelto. Al parecer, el
responsable habría sido un tatuador con problemas psiquiátricos que
habitaba en el mismo piso que la víctima. Según declaraciones del
responsable de la investigación, el asesino fue encontrado muerto y
tenía pegado en su pecho, justo a la altura del corazón, el trozo
de piel faltante en el cuerpo del occiso.
Y yo no podré apelar. Los muertos no
disponemos de la facultad del habla. Tenía treinta cuatro años
cuando todo esto pasó.
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