domingo, 30 de diciembre de 2012

¿cuánto saben las lombrices?

Desde abajo de las piedritas, a ochenta centímetros, o tal vez menos, las lombrices no escuchan, porque al parecer no tienen oídos. Tampoco ven, enredadas en unos cuantos metros de tierra mojada que se extiende, como reino subterráneo, cientos de pasos a la redonda. Son muchas, sordas, ciegas, frías, gélidas, infinitas. Mundo de oscuridad, sobre sus existencias se dibuja un camino que no es cualquier camino. Las lombrices lo saben, porque se cuidan muy bien de no salir a la superficie.

En ese paisaje, donde el tiempo amenaza a sus habitantes con un transcurrir limitado, hay dos hileras de álamos erguidos, sofisticados, casi como osamentas crujientes testimoniando un pasado vivo que, de nos ser porque proyectan sombras más largas que sus propios cuerpos, podrían confundirse con cadáveres. Pero las sombras abandonan a los muertos; eso hasta las lombrices lo entienden y por eso eligen ocultarse de la luz.
Todos los colores han emigrado también. Desde el ripio abundante que asfalta la calle principal, duro, resistente y movedizo a la vez, hasta el pasto terco y crespo que ya no crece, pero insiste en permanecer en su lugar, se ven desgastados. El arco iris ya no alardea de su tradicional espectro; ahora cuando llueve (y esto no sucede tan a menudo), en el horizonte y detrás de las rejas que marcan la frontera de la perspectiva, antes de que el camino pegue la vuelta, el sol refleja un arco débil de amarillo, verde musgo, marrón y gris. Los rayos blancos envuelven, acunan, adormecen, a todas las formas presentes, dándoles un aspecto confuso, sin bordes, anestesiado. El alarido embrollado de los pájaros, interrumpe lo estático de este lugar y, como en un cuadro de William Turner, le imprime un grito desgarrador. Todo es sereno, pero con la inquietud latente, amenazante. Cruza una bandada de pájaros negros, marcando una raya contrastada en el cielo. Al rato otra. Y entre ruido y ruido, el canto monocorde de una palomita torcaza.
El olor es frío cuando penetra por la nariz de la mujer pelirroja que se congela en su andar. Es tajante en el primer contacto, tibio cuando empieza a mezclarse con el aliento que cocina el organismo. Cualquier baqueano en bicicleta podría confundirla, desde lejos, con una reina de las aves; la indumentaria oscura: una figura uniforme, sombría, que oculta sus inmensas alas de plumas bajo la discreción de la lana. Ana camina, habituada al entorno. Conoce la ruta y cada sensación que le provoca su recorrido. Por eso no duda a la hora de escapar a la siesta de cada tarde para zambullirse en su imaginación. Atraviesa ese túnel, que dejó de ser un simple campo lindero hace algo más de veinte años atrás, para convertirse en patrimonio de su fantasía. Las lombrices son cómplices de su ilusión y, desde sus ojos invisibles, la acompañan en el juego. Ana lo sabe, por eso se cuida muy bien de no pisar ninguna en el trayecto, antes de pegar la vuelta y toparse con la tranquera de la casa de los abuelos. Ahí donde termina esta historia y empieza otra.

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