jueves, 11 de abril de 2013

Que se yo - 11

prólogo

De pronto estoy descableada. Tardo tanto en sentarme, por fín, a escribir, y ¿qué?
Estoy descableada. No sé cómo atacar este blanco con esta lapicera fuente.

Descableada podría ser muchas cosas, conociéndome, ¿sabés?, pero no es ni más ni menos que la falta de un cable imprescindible para poder conectar mi notebook. Y escribir. Y ver lo que ya te escribí. Y releerte. Porque cada cosa que pienso es mi modo de releer tu ausencia. Así, volvés, para poder irte. Yo te voy, en una conjugación reflexiva y concienzuda; caprichosa y necesaria para serme libre.

No sé quién sos. Y sigo pensando - o creyendo, que tiene más de doctrina y convicción-, que la culpa la tuvo la casa. No voy a justificar, ni a aducir razones, es parte del proceso, ¿sabés?
Veo tu mandíbula apretada, tu desaparecer en cuerpo, tus manos, esas casi transparentes que tenés, tu rictus. Todo eso veo y me digo ¿por qué la felicidad puede provocar tal rigidez?
Queda mal escribir para otros. Algo así dice Rivera en un librito muy interesante. Queda mal escribir para que otros lean. O queda mal escribir sólo para los otros.
No entiendo, ¿sabés? Por eso escribo poco últimamente. Con este asunto de las voces, o la voz a la que tendría que estar regresando, termino bastante mareada. Tengo muchas, ¿sabés? Quizás muchas que se me fueron instalando, que supieron tomarme como a una de esas casas aniquiladas que inundan nuestro querido barrio. Porque tuvimos un solo barrio, nosotros.Y por eso, mejor que sea querido, aunque podamos odiarlo tanto.
Tal vez yo sea también una casa vieja; un hotel de pasajeros, una pensión o un PH chorizo tomado. Entonces, en los años que empezaron a pasar a partir de que volvimos a la Argentina, distintas voces fueron llegando a mis cimientos. Algunas lo hicieron solas, masculinas, cargando un bolso deportivo de los '80 y bolsas repletas de zapatillas gastadas, un juego de mate, una frazada rota. Otra voz, con pretensiones de poeta, con escritos sobre el amor y el olvido, mecanografiados e impresos, con tapa de cartulina y todo, para ser vendidos a “lo que considere que valga” en la plaza Dorrego del atardecer.
Debe haber alguna mujer, además. Deben haber unas cuantas, ¿sabés? Una sola no podría hacerme perder tanto el horizonte; una chica joven, de provincia, que trabaja por hora en casa de familia. Una chica sola.
Pero no todas son voces miserables. Hay ricachonas también. Si no, nada de esto tendría sentido.
No importa cuántas voces sean, ¿sabés?, lo que sí sé es que hay dos orillas. Y en el medio corre un hilo de agua dura que me separa de lo que se supone debería ser. Y así soy. Puedo saltar ese río sin mojarme. Siempre, los que acaban mojados son los otros. Yo no. Se ve que a las personas no les despiertan simpatía las verdades secas.
Me quedo sola. Soy la casa derrumbada, sabés?
A la única voz a donde podría volver, una mía entera, es a la voz de los cinco años. Y esa, esa es, justamente, la más inaceptable de todas. No tiene tierra. Ni agua. No tiene lugar. Es sólo un murmullo que insiste. Es la voz más agazapada que haya oído nombrarse a sí misma alguna vez. Yo la oigo. Todos los días. Y en tanto querer callarla, más infinita la fila de ocupantes en mi vieja construcción. ¿Sabías?
En conclusión, que todo este prólogo es sencillamente para matar el rato que dura el vacío.
Te escribo una última carta, una última de las miles que te voy a tener que escribir antes de que este rato incómodo por demás, efectivamente, pase.
Una carta dentro de otra carta.

Vos:

Ojalá no hubieran pasado los 28 minutos antes, desde que estábamos sentados en el bar de Perú y Estados Unidos, hasta que volví a la mesa y me abrazaste la mano. Ojalá el tiempo se hubiera quedado dormido ahí, conmigo, en el baño. Ojalá se hubiese dejado caer como lo hice yo, sentada en el inodoro, con la cabeza hacia abajo, las ganas de vomitar hasta mi nombre y una nube de urracas en la cabeza.
Los segundos, entre esos 28 minutos y el momento en que volví a sentarme frente a vos, frente a la botella de vino que compartíamos, se hicieron eternos.
Si hubiese sabido que en ese lapsus de desconocimiento total estaban contenidos todos los no sabés de los próximos dos años, nunca, pero nunca, te hubiera dicho:

- Dale, vamos a comer algo juntos.

Me hubiera ido con mi pánico entre las piernas, lo hubiera guardado en la cartera, dentro de la Marquesa de Larkspur Lotion; lo hubiese escondido entre las pegatinas de Frankensteins o entre las consignas de ejercicios para actores que tanto nos costaban armar. Hubiera matado al tiempo, si el miedo a volver a Defensa con todos mis gritos no me hubiese empujado a semejante arrebato de supervivencia.
Hubiera mentido, ¿sabés?
Pero en un descuido de esos tan habituales en mí, no, me dejé arrastrar por la confianza que inspira el condicional:

- Si fuera a algún lado con vos, tal vez dejaría de sentirme tan mal. (Me dije esto entre paréntesis) 

No me hubiese muerto en ese volver.
Pero tampoco te estaría escribiendo ahora

Buen viaje,
Yo



No hay comentarios: