Tengo
el dolor de los eucaliptos debajo de las uñas, ¿sabés?.
Los
brazos de los pinos, sus frutas mentoladas, el viento del océano, la
baba de los caracoles, la carcajada de tu hijo desde el fondo de la
hamaca, lanzada como un meteorito al cielo, las hojas incandescentes
del arbolito solitario, la arena entre los dientes, todo eso, lo
tengo más hondo. Y no me lo puedo arrancar, ¿sabés?
Como
el agua en el vaivén furioso de las olas, estas imágenes se ahogan
bajo mis cejas, y van y vienen, se funden, explotan.
Así,
un veraneo breve, que lejos de llevarme a otra orilla, me dejó
tirada en la misma hora y aleteando unas branquias que improvisé,
para no asfixiarme con las palabras de un poema tuyo que alguna vez
me dejaste leer.
Ya
no sé qué decirte, ¿sabés?
Pero
no es que te esté olvidando, ojalá fuera eso. Ojalá el tiempo y
sus minutos, las corridas eternas por la costa Atlántica, la
preocupación de que nuestro hijo no ruede por unas escaleras o se
parta un diente aprendiendo a bajar la loma de un bosque - porque es
nuestro, aunque a veces diga tu -,
ojalá los ejércitos de libélulas, la impresión de vivir puesta a
prueba, el orgullo de que tu hijo y mi hijo aprenda a decir círculo,
con una claridad escalofriante, el sol, ojalá todo y el sol me
incendiaran tanto la vista, pero tanto, que al volver de este viaje,
tu rastro entero fuera sólo el resabio de un mal breve.
Tuve
pesadillas casi todas las noches, ¿sabés?, filamentos de rostros
que no conozco casi, de crueldades encapsuladas o vestidas bajo algún
traje ajeno, tres mujeres de hielo, una de ellas tu
amiga, que volvían a visitarme siempre a la misma hoguera; me
desperté más de una vez entre sombras invasoras que ilustraban la
prolongación de mis horrores nocturnos sobre las paredes de ladrillo
pintadas de blanco. Me quedaba un momento rígida, ¿sabés?, hasta
que la respiración de tu hijo me devolvía la calma, la hermosura de
su sueño me aquietaba los tendones, las sombras volvían a ser
acículas flexibles, de punta roma, agrupadas de a dos y tres. Y
volvía a adivinar, unos metros más allá, unos metros más abajo de
nuestra ventana, sobre una alfombra de pinocha, la casita de madera
en donde mi hijo pasó largo rato de las tardes, enseguida el baño,
al lado de nuestra habitación, con el cepillo de dientes diminuto y
la pasta, la bendita pasta pasta, que a la mañana siguiente el hijo
que tenemos, me pediría, sin pausa, para chupar y masticar y
absorber, como si estuviera comiendo la mejor golosina del mundo.
Y
eso que es de menta, ¿sabés?, mentolada y picante como el almíbar
de las piñas; tal vez, un poco menos amarga. Por fuera del cerco, en
la misma noche seguia la calle Ñandubay, cruzaba Palmera, hasta dar
con el sendero de la playa, la calle Paraíso y volvía a conciliar
el reposo. Con un eco o la canción áspera de unas sirenas entradas
en años, eso sí; unas ninfas que a mitad de camino entre el bosque
y los médanos repetían, como en la vibración monocorde que se oye
al pegar la oreja a un caracol gigante, repetían mientras me dormía,
los versos de un poema tuyo que ahora me muerde la garganta:
diente de león
De
todas las cosas que no ocurrirán,
la
que más voy a extrañar
son
aquellas vacaciones en la playa
cuando
ocupamos la cabaña junto a los médanos,
y
tomábamos café instantáneo en vasos de lata
a
la hora mágica en que mechones salados dibujaban
tatuajes
maoríes sobre la comisura de tus labios
y
sobre tu frente
Hoy
las branquias no me sirven de nada. Volvimos del mar, es domingo y
ni rastros del paso de los siglos. Es duro el invierno en la ciudad.
Qué sé yo...
1 comentario:
hermoso
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