domingo, 20 de enero de 2013

Que se yo - 8



Tengo el dolor de los eucaliptos debajo de las uñas, ¿sabés?.

Los brazos de los pinos, sus frutas mentoladas, el viento del océano, la baba de los caracoles, la carcajada de tu hijo desde el fondo de la hamaca, lanzada como un meteorito al cielo, las hojas incandescentes del arbolito solitario, la arena entre los dientes, todo eso, lo tengo más hondo. Y no me lo puedo arrancar, ¿sabés?


Como el agua en el vaivén furioso de las olas, estas imágenes se ahogan bajo mis cejas, y van y vienen, se funden, explotan.

Así, un veraneo breve, que lejos de llevarme a otra orilla, me dejó tirada en la misma hora y aleteando unas branquias que improvisé, para no asfixiarme con las palabras de un poema tuyo que alguna vez me dejaste leer.

Ya no sé qué decirte, ¿sabés?

Pero no es que te esté olvidando, ojalá fuera eso. Ojalá el tiempo y sus minutos, las corridas eternas por la costa Atlántica, la preocupación de que nuestro hijo no ruede por unas escaleras o se parta un diente aprendiendo a bajar la loma de un bosque - porque es nuestro, aunque a veces diga tu -, ojalá los ejércitos de libélulas, la impresión de vivir puesta a prueba, el orgullo de que tu hijo y mi hijo aprenda a decir círculo, con una claridad escalofriante, el sol, ojalá todo y el sol me incendiaran tanto la vista, pero tanto, que al volver de este viaje, tu rastro entero fuera sólo el resabio de un mal breve.

Tuve pesadillas casi todas las noches, ¿sabés?, filamentos de rostros que no conozco casi, de crueldades encapsuladas o vestidas bajo algún traje ajeno, tres mujeres de hielo, una de ellas tu amiga, que volvían a visitarme siempre a la misma hoguera; me desperté más de una vez entre sombras invasoras que ilustraban la prolongación de mis horrores nocturnos sobre las paredes de ladrillo pintadas de blanco. Me quedaba un momento rígida, ¿sabés?, hasta que la respiración de tu hijo me devolvía la calma, la hermosura de su sueño me aquietaba los tendones, las sombras volvían a ser acículas flexibles, de punta roma, agrupadas de a dos y tres. Y volvía a adivinar, unos metros más allá, unos metros más abajo de nuestra ventana, sobre una alfombra de pinocha, la casita de madera en donde mi hijo pasó largo rato de las tardes, enseguida el baño, al lado de nuestra habitación, con el cepillo de dientes diminuto y la pasta, la bendita pasta pasta, que a la mañana siguiente el hijo que tenemos, me pediría, sin pausa, para chupar y masticar y absorber, como si estuviera comiendo la mejor golosina del mundo.

Y eso que es de menta, ¿sabés?, mentolada y picante como el almíbar de las piñas; tal vez, un poco menos amarga. Por fuera del cerco, en la misma noche seguia la calle Ñandubay, cruzaba Palmera, hasta dar con el sendero de la playa, la calle Paraíso y volvía a conciliar el reposo. Con un eco o la canción áspera de unas sirenas entradas en años, eso sí; unas ninfas que a mitad de camino entre el bosque y los médanos repetían, como en la vibración monocorde que se oye al pegar la oreja a un caracol gigante, repetían mientras me dormía, los versos de un poema tuyo que ahora me muerde la garganta:

diente de león


De todas las cosas que no ocurrirán,

la que más voy a extrañar

son aquellas vacaciones en la playa

cuando ocupamos la cabaña junto a los médanos,

y tomábamos café instantáneo en vasos de lata

a la hora mágica en que mechones salados dibujaban

tatuajes maoríes sobre la comisura de tus labios

y sobre tu frente



Hoy las branquias no me sirven de nada. Volvimos del mar, es domingo y ni rastros del paso de los siglos. Es duro el invierno en la ciudad.
Qué sé yo...