I.
Ninguno
de los dos decía lo que realmente pensaba y es por eso que hasta
ahora, una hora y cuarto después de estar compartiendo un café a
desgano, sólo ensayaban argumentos oficiales para dilatar lo
inevitable.
Hablaban entrecortado, con convicción, pero sin
escucharse. Cuatro meses completos habían cumplido con esta parodia
infeliz, siempre en escenarios distintos, y espectadores de lo más
variados.
Sin embargo, esa tarde en
el bar, como actores en una última función, cada uno por su lado,
parecía haber decidido hacer gala de sus mejores textos y
presentaron, con una sincronía evidente, el número final.
Natalia llegó tarde,
como buena heroína importante, que sabe hacerse esperar. Ernesto
permanecía en su silla, impaciente, con el libreto ensayado, pero
dispuesto a no encimar sus palabras sobre las líneas de su
partenaire. Se miraron por un momento, como midiendo los
tiempos de la representación; enseguida llamaron a un mozo que
podría haberse confundido con el público, pero que en realidad se
revelaría, más tarde, como un personaje clave en la reconstrucción
de la historia. Todas las cavilaciones y disertaciones sobre las
características del amor común recaerían en él, como único
integrante del coro en una tragedia. Natalia pidió un cortado,
Ernesto un café negro; cuando todos los elementos de la escenografía
estuvieron correctamente dispuestos, dieron comienzo a la sucesión
de desencuentros que desembocaría en el futuro inmediato, planeado
hasta en el más mínimo detalle de una, y el desconcierto más
improvisado del otro. A pesar de los temblores, los cuerpos de
quienes alguna vez habían sido amantes eximios, hoy se enfrentaban
con firmeza absoluta y no sucumbieron, siquiera, cuando en el medio
de silencios inoportunos, alguno de los dos parecía haber olvidado
la letra. Se gritaron, se insultaron, se dijeron, hasta quedar
vacíos. Después pidieron la cuenta. Natalia dejó unas monedas en
la mesa y a Ernesto le tocó la peor parte: se quedó solo, llamó al
mozo, pagó lo que debían y cruzó el escenario, para dar cierre al
espectáculo.
II.
La
mesa cuatro, dos cafés: uno negro, normal,
por favor; el otro: en jarrito,
cortado con apenas un hilo de leche.
A estos se les viene; Él está dispuesto, otra vez, a exponer las
mismas razones, ella tiene la decisión estampada en la cara. Y
además, el pedido lo dice todo: el café negro … bueno, puede
fallar, pero me arriesgo a decir que nunca debe haber sabido pedir
otra cosa … y el jarrito cortado, fija,
viene con las expectativas tímidas de quien está planeando otro
futuro inmediato. Yo no sé por qué terminé siendo mozo, si con los
diagnósticos me va bárbaro. Tendría que haber seguido medicina,
como quería la vieja; o economista, como decía el viejo: si manejás
la estadística, lo demás es cuestión de orden.
Pobre pibe, debe estar
pasando las de Caín, ahí sentado, con el estómago arrinconado por
el peso del corazón y encima sin saber. Si pudiera, le recomendaría
que se tome un tecito, un boldo, pero, ¡qué le voy a cambiar el
pedido!, si después al final el pato lo termina pagando uno y, para
colmo de males, pasa a engrosar la lista de acontecimientos
desgraciados que se sucedieron en el día del final del juego.
III.
CREONTE
.- ¡Ay de mí!, ¿qué voy a hacer?
¿Por
cuál de los dos gemir y llorar, por mí
o
por la ciudad, a la que tiene envuelta una nube
(capaz
de arrastrarla al otro lado del Aqueronte)
Poco
me queda del sabor amargo del último café que compartí con
Natalia. Compartir es una palabra floja. Pero por más que me
esfuerzo, algo en mis ganas se empeña en evocarla, como si así se
llenara de sentido el hueco de la acidez verbal que me dejó nuestra
separación.
Natalia llegó, como de
costumbre, tarde. Entró, cargada de cosas, por la puerta lateral,
echó un vistazo general al salón y, en menos de cuatro pasos,
estaba instalada frente a mi, con la misma disposición del
funcionario público un lunes a las diez de la mañana. Ahora pienso,
que tal vez daba lo mismo si el que hubiese estado sentado frente a
ella hubiese sido yo, la mujer de la mesa atrás mío o el mozo
distraído que nos atendió. Natalia llegó, acompañada de bolsas
repletas de ropa nueva, un color de pelo al que nunca me hubiese
habituado y la mirada transparente, como si la distancia que tan
rotundamente se había instalado entre nosotros, no le permitiese una
visibilidad más allá de sus propios pensamientos.
Desde muy temprano esa
mañana, había estado organizando mis ideas; había descartado las
acusaciones ofensivas de la baulera de los reproches, había
desestimado las promesas vanas de cambios poco probables y hasta
había ensayado ademanes de escucha, con el fin de contrarrestar el
argumento predilecto de Natalia para censurar cualquier estrategia
defensiva, a la hora de las discusiones. No más de cuarenta y cinco
minutos, fueron suficientes para que mi tentativa de orden naufragara
entre trago y trago del café. Si hubiese sabido que en ese ir y
estar, Natalia había elegido despedirse de mi para siempre, quizá
me habría ahorrado tremendo sacrificio. Desde el silencio infinito
que me ensordeció cuando por fin se fue y el peso de la
incertidumbre que descargó su furia, sin miramientos, sobre la débil
existencia que proyectaba mi voluntad, hasta ahora, pasaron, apenas,
dos semanas. No voy a decir que Natalia tenga ya, entidad de
recuerdo, porque toda ella es, todavía, demasiado presente. Pasé
noches enteras y días, soñando con un regreso arrepentido, con
encuentros fortuitos que imitaran, de algún modo, la tarde de agosto
en que, casi por casualidad, cruzamos los primeros besos a la salida
del cine. Ni rastros de eso supe encontrar, en los largos paseos
repetidos por las inmediaciones del barrio; en cambio, sí me topé
con cuerpos aislados, con frases hechas dichas al pasar, con muecas
estentóreas gritando a cuatro vientos el horror de la soledad.
Escribir de ningún modo
me evita el sufrimiento, ni apacigua el ardor que me produce el vacío
que se atora en mi garganta, pero me sirve, al menos, para despojarme
de todo, como si en este discurrir desenfrenado pudiera exorcizarme
por completo y renacer en un café diferente.
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