miércoles, 2 de enero de 2013

Café La Humedad

I.

Ninguno de los dos decía lo que realmente pensaba y es por eso que hasta ahora, una hora y cuarto después de estar compartiendo un café a desgano, sólo ensayaban argumentos oficiales para dilatar lo inevitable.
Hablaban entrecortado, con convicción, pero sin escucharse. Cuatro meses completos habían cumplido con esta parodia infeliz, siempre en escenarios distintos, y espectadores de lo más variados.
Sin embargo, esa tarde en el bar, como actores en una última función, cada uno por su lado, parecía haber decidido hacer gala de sus mejores textos y presentaron, con una sincronía evidente, el número final.
Natalia llegó tarde, como buena heroína importante, que sabe hacerse esperar. Ernesto permanecía en su silla, impaciente, con el libreto ensayado, pero dispuesto a no encimar sus palabras sobre las líneas de su partenaire. Se miraron por un momento, como midiendo los tiempos de la representación; enseguida llamaron a un mozo que podría haberse confundido con el público, pero que en realidad se revelaría, más tarde, como un personaje clave en la reconstrucción de la historia. Todas las cavilaciones y disertaciones sobre las características del amor común recaerían en él, como único integrante del coro en una tragedia. Natalia pidió un cortado, Ernesto un café negro; cuando todos los elementos de la escenografía estuvieron correctamente dispuestos, dieron comienzo a la sucesión de desencuentros que desembocaría en el futuro inmediato, planeado hasta en el más mínimo detalle de una, y el desconcierto más improvisado del otro. A pesar de los temblores, los cuerpos de quienes alguna vez habían sido amantes eximios, hoy se enfrentaban con firmeza absoluta y no sucumbieron, siquiera, cuando en el medio de silencios inoportunos, alguno de los dos parecía haber olvidado la letra. Se gritaron, se insultaron, se dijeron, hasta quedar vacíos. Después pidieron la cuenta. Natalia dejó unas monedas en la mesa y a Ernesto le tocó la peor parte: se quedó solo, llamó al mozo, pagó lo que debían y cruzó el escenario, para dar cierre al espectáculo.

II.

La mesa cuatro, dos cafés: uno negro, normal, por favor; el otro: en jarrito, cortado con apenas un hilo de leche. 
A estos se les viene; Él está dispuesto, otra vez, a exponer las mismas razones, ella tiene la decisión estampada en la cara. Y además, el pedido lo dice todo: el café negro … bueno, puede fallar, pero me arriesgo a decir que nunca debe haber sabido pedir otra cosa … y el jarrito cortado, fija, viene con las expectativas tímidas de quien está planeando otro futuro inmediato. Yo no sé por qué terminé siendo mozo, si con los diagnósticos me va bárbaro. Tendría que haber seguido medicina, como quería la vieja; o economista, como decía el viejo: si manejás la estadística, lo demás es cuestión de orden.
Pobre pibe, debe estar pasando las de Caín, ahí sentado, con el estómago arrinconado por el peso del corazón y encima sin saber. Si pudiera, le recomendaría que se tome un tecito, un boldo, pero, ¡qué le voy a cambiar el pedido!, si después al final el pato lo termina pagando uno y, para colmo de males, pasa a engrosar la lista de acontecimientos desgraciados que se sucedieron en el día del final del juego.

 III.

CREONTE .- ¡Ay de mí!, ¿qué voy a hacer?
¿Por cuál de los dos gemir y llorar, por mí
o por la ciudad, a la que tiene envuelta una nube
(capaz de arrastrarla al otro lado del Aqueronte)

Poco me queda del sabor amargo del último café que compartí con Natalia. Compartir es una palabra floja. Pero por más que me esfuerzo, algo en mis ganas se empeña en evocarla, como si así se llenara de sentido el hueco de la acidez verbal que me dejó nuestra separación.
Natalia llegó, como de costumbre, tarde. Entró, cargada de cosas, por la puerta lateral, echó un vistazo general al salón y, en menos de cuatro pasos, estaba instalada frente a mi, con la misma disposición del funcionario público un lunes a las diez de la mañana. Ahora pienso, que tal vez daba lo mismo si el que hubiese estado sentado frente a ella hubiese sido yo, la mujer de la mesa atrás mío o el mozo distraído que nos atendió. Natalia llegó, acompañada de bolsas repletas de ropa nueva, un color de pelo al que nunca me hubiese habituado y la mirada transparente, como si la distancia que tan rotundamente se había instalado entre nosotros, no le permitiese una visibilidad más allá de sus propios pensamientos.
Desde muy temprano esa mañana, había estado organizando mis ideas; había descartado las acusaciones ofensivas de la baulera de los reproches, había desestimado las promesas vanas de cambios poco probables y hasta había ensayado ademanes de escucha, con el fin de contrarrestar el argumento predilecto de Natalia para censurar cualquier estrategia defensiva, a la hora de las discusiones. No más de cuarenta y cinco minutos, fueron suficientes para que mi tentativa de orden naufragara entre trago y trago del café. Si hubiese sabido que en ese ir y estar, Natalia había elegido despedirse de mi para siempre, quizá me habría ahorrado tremendo sacrificio. Desde el silencio infinito que me ensordeció cuando por fin se fue y el peso de la incertidumbre que descargó su furia, sin miramientos, sobre la débil existencia que proyectaba mi voluntad, hasta ahora, pasaron, apenas, dos semanas. No voy a decir que Natalia tenga ya, entidad de recuerdo, porque toda ella es, todavía, demasiado presente. Pasé noches enteras y días, soñando con un regreso arrepentido, con encuentros fortuitos que imitaran, de algún modo, la tarde de agosto en que, casi por casualidad, cruzamos los primeros besos a la salida del cine. Ni rastros de eso supe encontrar, en los largos paseos repetidos por las inmediaciones del barrio; en cambio, sí me topé con cuerpos aislados, con frases hechas dichas al pasar, con muecas estentóreas gritando a cuatro vientos el horror de la soledad.
Escribir de ningún modo me evita el sufrimiento, ni apacigua el ardor que me produce el vacío que se atora en mi garganta, pero me sirve, al menos, para despojarme de todo, como si en este discurrir desenfrenado pudiera exorcizarme por completo y renacer en un café diferente.


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