viernes, 14 de diciembre de 2012

Naturaleza muerta

Una manzana roja, con pinceladas amarillas que la van carcomiendo de a poco. En los ángulos - y es muy difícil determinar cuál es el ángulo en la manzana- piensa Morgade- en los ángulos donde el amarillo ya ha avanzado tanto, la piel de la manzana se hunde y se ve ,o se forma, lo que puede llamarse un moretón.
-No voy a seguir, no voy a seguir con las ideas- dice Morgade en voz alta y sigue: es una naturaleza, pero no está muerta; no puedo pintar, no tengo ganas. Miro a esta pobre manzana que espera convertirse en cuadro y los días no dejan de pasar. Tampoco me ayuda estar sentado en este escritorio y esperar a que la vida pase, mientras yo miro por la ventana. Manzana podrida, todavía no es naturaleza muerta. Tengo que salir, irme, respirar un poco.

Piedad llegó al departamento mientras el pintor no estaba. Todos los cuadros estaban tapados. Hacía seis años que trabajaba para Morgade y sin embargo seguía hablando de él como el pintor. Siempre llegaba temprano, esta vez se le había hecho tarde. Piedad ordenó todo, también más rápido que de costumbre. En el living sonó el teléfono. Barrió los cuatro ambientes de un solo escobazo, lustró todo lo que había para lustrar con la esponja y repasó los muebles con la franela. El teléfono no paraba de sonar. Piedad siguió con el orden mientras pensaba en la plata que tenía que juntar para poner el piso de la cocina y se acordaba de los libros que le habían pedido a Walter en el colegio; hacía por lo menos dos semanas que se los tendría que haber comprado. La aspiradora rugía y el timbre del teléfono seguía sonando. Piedad juntó las tazas con restos de café con leche; lo que alguna vez había sido bebible, ahora se pegaba a las paredes de un jarro blanco de cerámica y en el centro flotaban, como camalotes, tres colillas de cigarro.
-Todo a la pileta, todo a lavar, que me tengo que ir volando-pensó Piedad.
-Este pintor, qué falta le hace una chica que lo ordene- dijo en voz alta.
En seguida miró a su alrededor, para cerciorarse de que, efectivamente, estaba sola en el semipiso. Cuando estuvo segura siguió:
-Cuánta mugre, tazas, platos, los pelos del gato y ahora también fruta podrida, qué manera de desperdiciar la comida.
Piedad levantó todo junto con las dos manos y lanzó la porquería al tacho celeste; café, restos de pizza y manzana incluida. Después apagó la radio y por primera vez escuchó el teléfono.
-¿Hola, sí, diga?- dijo con el tubo en la mano y la vista en su reloj pulsera.
-No, el señor no está, si quiere dejarle algún mensaje … no, tampoco creo que vuelva hoy, porque salió de viaje. Recién el lunes va a poder ser. Pero quédese tranquilo que le dejo su mensaje … sí, anoto, que el trabajo para la muestra tiene que estar listo esta semana.
Piedad anota con letra temblorosa en un pedazo de papel y cuelga. Hércules la intercepta en su paso a la cocina, se refriega contra las piernas anchas y su cabeza de gato queda escondida bajo la pollera azul de Piedad.
- Uy, el gato. ¿qué te pasa, Hércules? … correte, che, que me vas a hacer caer.
Hércules obedece a medias y sigue a Piedad que va camino a la cocina. Maúlla primero una vez y enseguida otra, hasta que el maullido se torna lamento o queja. Así lo entiende Piedad, al menos.
-¿Qué pasa, eh … este hombre te dejó otra vez sin comer?, ay, qué dueño tenés- le dice Piedad al gato y, antes de ir y juntar sus bártulos, abre el último cajón de la fila que está junto al lavarropas. Saca un paquete y comprueba que está vacío; vuelve a cerrar el cajón y se apoya de espaldas, con los puños sujetos a la mesada.
- Tampoco compró comida, este hombre-dice.
Hércules la mira, sentado al lado de su plato.
Piedad piensa un momento, va hasta el tacho de basura, vuelve a agarrar la manzana y abre otro cajón para sacar un cuchillo. Corta las partes amarillas, las vuelve a tirar y las partes rojas las corta en cubitos.
-Perdón, Hércules, pero hoy no tengo tiempo, comete esto, ¿si?, que es mejor que nada.
Hércules huele los trocitos arenosos que se amontonan en su plato. No los come.
Piedad cierra la llave de paso del gas y sale con todos sus bolsos. Hércules la oye alejarse y escucha cómo la mujer da dos vueltas a la cerradura. El motor de la heladera es lo único que hace ruido ahora. Eso, y la respiración de Hércules que, sentado en el mismo lugar que antes, mira los trocitos incandescentes que lo insultan desde el plato. El motor de la heladera crece y las orejas del gato se van echando hacia atrás, a la vez que la cola empieza a menearse muy despacio. Hércules mira hacia el estudio. Mira las sábanas blancas que cuelgan, tapando los bastidores. Se agacha. Mira las figuras irregulares que arman los atriles, las sombras. Toma carrera y salta.

- ¿Y qué querés que te diga, si me siento como un imbécil, como los chicos en el colegio cuando no hacen la tarea y dicen que se las comió el perro?- grita Morgade al teléfono.
-Morgade, a mi me importa un comino si tu manzana musa terminó siendo alimento de gato; todos sabemos que los gatos no comen manzanas y por otra parte, sí, me parece un motivo ridículo. ¿Qué tu gato destrozó todas las telas?, Morgade, somos grandes. La obra tiene que montarse pasado mañana. Así que haceme el favor, ponete a trabajar y avisame cuando estés listo- contestó Horacio del otro lado.
Morgade aplastó el teléfono contra la fuente. Se apretó los ojos con la yema de los dedos y se mordió el labio inferior. La pared blanca que apareció frente a él, cuando volvió a abrir los ojos, se llenó de puntitos y aros de colores. Rojo, azul, amarillo y negro.
Giró la cabeza a la izquierda, y la primer gran mancha con forma que volvió a identificar fue el cuerpo peludo de Hércules; el gato sentado en el rincón del estudio, petrificado y con las pupilas gigantes, vidriosas, mirándolo.


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